El limpiabotas que llegó a presidente
WILLIAM Faulkner siempre soñó con ser piloto militar, pero como no pudo conseguirlo, le regaló una avioneta a su hermano Dean, quien apenas aprendió a volar se mató con ella. La vida está llena de paradojas, así que aquello por lo que suspiramos puede ser nuestra perdición o es capaz de causarnos desgracias. También aquel niño llamado Luiz Inácio Lula da Silva soñaba en su adolescencia de limpiabotas en São Paulo con lucir unos zapatos brillantes como los que lustraba y, cuando lo logró, la historia lo puso contra las cuerdas. Albert Camus escribió que inocente es quien no necesita explicarse. Pero el expresidente de Brasil, acusado de corrupción cuando estaba al frente del país, lleva demasiadas semanas intentando hacerse pasar por víctima de una conspiración. Puede que sea inocente, pero nada de lo que hace parece contribuir a que el mundo lo crea. La Fiscalía pide para Lula prisión preventiva por ocultación de patrimonio y lavado de capitales. Si, como asegura, todo es un montaje de la derecha mediática, no resulta una buena estrategia entrar en el gobierno como ministro de la Presidencia para conseguir el aforamiento. Con ello pretende salvarse él y socorrer a la presidenta Dilma Rousseff. Por un lado, se protege de la justicia y, por otro, intenta evitar el impeachment contra ella con su habilidad negociadora. Una jugada de tahúr que no le garantiza que acabe bien la partida.
Brasil vive días difíciles, después que ocho años de gobierno de Lula lo convirtieran en un país emergente, con una clase media consolidada y un retroceso de la pobreza. Hace cinco que abandonó el poder y la corrupción se ha vuelto un mal endémico. También en Brasil. Hoy Lula lleva zapatos brillantes: atrás quedan las zapatillas agujereadas de sus años de obrero metalúrgico. Le acusan de algo contra lo que dijo luchar. Puede que sea una añagaza política, pero no menor que su vuelta al Gobierno.