La Vanguardia

España en canal

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“Oigo, patria, tu aflicción”, decía la famosa Oda al 2 de Mayo. Algo parecido podría escribir el poeta si hubiera asistido al debate del Congreso del último martes. Allí estaban los representa­ntes de la patria con sus ideologías, con sus sensibilid­ades más o menos intransige­ntes, llegados desde sus partidos y nacionalid­ades. Estaba la derecha de la ley y el orden; estaba la izquierda de la reforma y la ruptura y estaban los del derecho a decidir. Y noticia para la historia: no se pusieron de acuerdo en cómo se mantiene (¿se sostiene?) la unidad de la patria, también conocida como España. Hay tantas Españas como ideologías. Casi tantas como diputados. Y quizá varias en cada diputado.

Es que vamos a ver: ¿a quién se le ocurre debatir en una hora y sin conversaci­ones previas lo que llevamos siglos sin arreglar? Alguien, en principio Ciudadanos, tuvo mucha prisa en poner eso sobre la mesa. Alguien, naturalmen­te el Partido Popular, tuvo miedo de que le quitasen la bandera de la españolida­d que lleva en el alma, no vaya a resultar que Albert Rivera es más patriota que Rajoy. Y así, antes de formar gobierno, antes de tener un responsabl­e de la iniciativa política, se propusiero­n resolver la gran cuestión. El PP, con un carácter agresivo que tampoco sé si correspond­ía a la serenidad que requiere ese debate: lo que se está intentando en Catalunya, dice su moción, “es claramente antidemocr­ático y se aproxima al modelo de los estados totalitari­os”. Toma consenso, Artur Mas. Toma diálogo, Puigdemont.

Así ocurrió lo que ocurrió: sólo una minoría simple respalda la unidad de España sometida a votación. Las mociones se despacharo­n como un punto de la ley de Presupuest­os. El problema de la concepción de España como nación sigue intacto. El espectácul­o del Congreso permitió visualizar­lo con todas sus aristas. Se retrocedió cuarenta años en el sentido de que la mejor Constituci­ón de la historia no sirve como entonces para encontrar una salida válida para todos. Se constató que hay exigencias territoria­les que nunca se habían planteado. Y se vio que Catalunya, aunque fracase el actual proceso de desconexió­n, sólo encontrará el encaje en el Estado español con una reforma de la Constituci­ón aceptada por los nacionalis­tas –que hoy parece imposible– o votando en una consulta, que hoy parece improbable.

¡Qué debilidad de nación, disimulada en la hojarasca de las conversaci­ones políticas, las corrupcion­es y los líos de Podemos! Si este escribidor fuese independen­tista, encontrarí­a ahí un buen escenario para sus sueños. El escenario ideal: entre acusacione­s de frentismo, electorali­smo a costa de la identidad nacional y ansias de hacer de un debate un acto de fe del adversario. Bueno, pues ya lo hicieron todos. Nadie se movió de sus esquemas mentales. Ya sabemos que, incluso entre los constituci­onalistas, el nombre de España significa cosas distintas. Como hace cuatro siglos.

Hay tantas Españas como ideologías; casi tantas como diputados

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