La Vanguardia

Verdad y mentira europeas

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Hannah Arendt, en el verano de 1970, entrevista­da por Adelbert Reif y hablando de la guerra de Vietnam, dijo algo que ahora vale la pena recuperar: “Sé que en Europa nunca se ha creído a los políticos, que en realidad se piensa que los políticos podrían y deben mentir como parte de su oficio, pero este no era el caso en Estados Unidos”. La pensadora judía añadió algo para aclarar la conducta de la clase dirigente de su país de acogida: “A menudo no se decía la verdad, pero tampoco se mentía directamen­te”. ¿Fue demasiado indulgente con los políticos de Washington DC? Tal vez. Arendt huyó de la Alemania nazi y acabó formando parte de la élite académica estadounid­ense. Su experienci­a de refugiada marcó –no podía ser de otra manera– toda su reflexión sobre el poder, la democracia y la violencia.

Los políticos europeos como mentirosos tolerados por la ciudadanía, he ahí un punto de partida. Arendt hizo su juicio en plena guerra fría. ¿Ha cambiado eso desde 1989? A la vista de la crisis de los refugiados, mi respuesta es gris, ambivalent­e. Merkel ha sido especialme­nte valiente y sincera ante este problema mientras otros jefes de gobierno de la UE se han escondido detrás de la cortina burocrátic­a de Bruselas. El dudoso pacto con Turquía, lleno de agujeros negros legales y éticos, ha puesto en evidencia la distancia entre los valores fundaciona­les del proyecto europeo y las urgencias inmediatas de aquellos que gobiernan y dependen de las urnas. Y el revés sufrido por el partido de la canciller alemana en los últimos comicios regionales invita a meditar sobre la cantidad y la calidad de la verdad que los europeos estamos dispuestos a soportar.

El auge de los populismos en todo el Viejo Continente puede leerse como un intento de poner “la verdad” en primer término del debate público. Los populistas –también los de Alternativ­a para Alemania– se presentan como “la voz del pueblo”, en un doble sentido: ser los que representa­n, de veras, los intereses de la mayoría, y ser también los que se atreven a hablar sin eufemismos de los problemas más acuciantes. Eso ocurre con populismos de todo signo, de derechas y de izquierdas. En España, parte del atractivo de Podemos reside en la habilidad de sus dirigentes para crear y lanzar unos mensajes que se inspiran en el lenguaje simple de los menos politizado­s, para conectar así con un público nuevo y amplio. Frente al político europeo convencion­al –al que Arendt se refería–, el populista pretende mostrar sin tapujos lo que oculta la fraseologí­a de los instalados. La franqueza abrupta sobre asuntos delicados es marca de fábrica de estos líderes emergentes, incluso de quienes sofistican su propaganda para parecer menos peligrosos, caso de Marine Le Pen en Francia.

En cambio, el tipo de verdad que maneja Merkel tiene que ver con la responsabi­lidad, esa dimensión que el gobernante nunca debería abandonar, so pena de caer en el terreno del charlatán o del aficionado. Obviamente, la verdad de la canciller comporta un tipo de riesgo que es ajeno a la verdad vaporosa de las palabras populistas. Las urnas pueden castigar o premiar a quien trata de gobernar con coraje. Un rasgo del gran político es asumir que, a veces, no hay más remedio que ser impopular, algo que choca con la lógica demoscópic­a de una política cortoplaci­sta y embutida en el marketing paliativo del resistir a toda costa. Por cierto, no deja de ser política irresponsa­ble (y muy vieja) que Ada Colau suscitase una gran expectativ­a sobre la acogida de refugiados sirios para, luego, una vez comprobada la complejida­d del empeño, excusarse detrás de la falta de compromiso de otras administra­ciones. Los convenios firmados por el Ayuntamien­to barcelonés con Lesbos y Lampedusa son positivos, pero no dejan de ser tranquiliz­antes morales para quienes han descubiert­o la distancia incómoda entre el activista simpático y el gobernante. Hace veinte años, el desapareci­do Tony Judt escribió que lo que hoy llamamos Unión Europea fue, “en ciertos aspectos cruciales, un accidente” y anotó que, “en septiembre de 1947, George Kennan había concluido que los europeos carecían tanto de cualquier capacidad de visión colectiva o acuerdo que el Departamen­to de Estado tendría que ‘ decidir unilateral­mente’ qué era bueno para ellos”. El historiado­r recuerda, además, que “la llegada de la CECA no significó en sí misma la existencia de una conciencia europea clara o firme ni siquiera por parte de sus socios”. El periplo dramático de los refugiados de Siria y otros lugares no sólo pone en evidencia la falta de políticas comunes de asilo, también pone el dedo en la paradoja inquietant­e, hiriente: el proyecto europeo es una historia de éxito sin precedente­s, pero es incapaz de generar una conciencia supraestat­al que sirva de brújula moral. Las élites son estatalist­as, por defecto. El europeísmo se reduce, pues, a retórica de plástico. En el vacío que deja la ausencia de una conciencia europea real y operativa crecen los populismos y retornan viejos fantasmas nacionales.

En el vacío que deja la ausencia de una conciencia europea real y operativa crecen los populismos

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