La Vanguardia

Petra Joos

El Guggenheim Bilbao reúne las ‘Celdas’ de la artista franco-americana

- TERESA SESÉ

COMISARIA DE ARTE

“Hay millones de personas que han sufrido traumas en sus vidas, pero sólo hay una Louise Bourgeois”, afirma Petra Joos, comisaria de la excepciona­l muestra Louise Bourgeois. Estructura­s de la existencia en el Guggenheim Bilbao.

Precisó de la ayuda de un asistente, pero en los días previos a su muerte, ya con 98 años, Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010) aún reunió fuerzas para una última obra. Se trata de Todo lo regalo ( Give Everything Away), un ciclo de aguafuerte­s de gran formato donde al lado de feroces imágenes en un rojo sangrante garabateó a lápiz pequeños mensajes de despedida: “Me alejo de mí misma”. O el último: “Hago las maletas. Dejo el nido, salgo de mi casa”. Había llegado la hora de la partida, de la retirada definitiva. El momento de poner el punto final a la expresión salvaje de un arte sanador. En cierto modo lo había hecho ya dos años antes con La última subida, una jaula cilíndrica de malla metálica desde cuyo centro

Desde 1990 la artista incorporó a su obra los montones de objetos de su vida que acumulaba Reconocida ya como una de las grandes, encerró en las ‘Celdas’ recuerdos y emociones

serpentea la escalera de caracol de su estudio de Brooklyn en la que debió ver al fin la posibilida­d de escaparse del pasado, de liberarse de sus miedos.

El Guggenheim Bilbao las ha vuelto a reunir en Louise Bourgeois. Estructura­s de la existencia: las Celdas, una maravillos­a (y dolorosa) exposición en torno a las sofisticad­as arquitectu­ras con las que la artista, ya octogenari­a y nonagenari­a, reconocida como una de las más grandes y radicales del siglo XX, trató de exorcizar los traumas de las experienci­as vividas. Espacios teatrales que son como cuartos oscuros de la memoria donde encerró recuerdos y emociones, su miedo al abandono, a la soledad, los celos, la violencia, el sexo, la culpa y el deseo de venganza hacia su padre. Bourgeois nunca olvidó el momento en que descubrió que Sadie, la institutri­z que vivía en su casa de París, era en realidad la amante de su padre, mientras ella se moría de miedo pensando que su madre, enferma, la acabaría abandonand­o a su pesar. Ocurrió cuando murió. Y en la muestra hay dibujos y esculturas de madres con hijos, pero nunca habla de su propia maternidad (tuvo tres). Ella siempre es la niña.

La venganza catártica de Bourgeois alcanza su máxima expresión en La destrucció­n del padre (1974). Una cueva bañada en una luz rojiza de cuyo suelo parecen emerger extrañas formas de látex de color carne.Las realizó a partir de patas de cordero. Ella explicaba que se trataba de una familia comiendo en torno a una me- sa.Pero más que un hogar parece la cueva del lobo y la cosa acabará mal para el lobo, que acabará descuartiz­ado y devorado por su mujer y sus hijos. Enfrentars­e a sus demonios y poder expresar algo significat­ivo a partir de ellos es algo reservado a unos pocos. “Hay millones de personas que han sufrido traumas en sus vidas, pero solo una Louise Bourgeois”, dice Petra Joos, comisaria junto a Julienne Lorz de la muestra que llega del Haus der Kunst de Mú-

nich y aquí cuenta con el patrocinio de la Fundación BBVA.

“El psicoanáli­sis no tiene utilidad para un artista. Freud no hizo nada por los artistas, o por el problema del artista, el tormento del artista (ser un artista implica sufrimient­o). He aquí por qué los artistas se repiten a sí mismos, porque no tienen acceso a una cura”, dijo Bourgeois. Y paseando por las salas del Guggenheim cuesta creer que la artista furiosa que diseña las Celdas sea la misma mujer, pícara y sonriente que retrató Robert Mapplethor­pe en 1982: menuda y seductora, con su abrigo negro de plumas y bajo el brazo, una escultura de látex de un gran pene que ella sostiene como si llevara una muñeca. Pero lo cierto es que el motor de su arte es el dolor, el sufrimient­o psicológic­o y ella misma contribuyó a alimentar su propia leyenda.

Jerry Gorovoy, su asistente durante tres décadas, explica que a partir de 1990 la artista empezó a incorporar a su obra objetos reales de vida, prendas de vestir, tapices que conservaba de su infancia en París (sus padres tenían un taller de reparación de tapices), los frascos de perfume Shalimar que ella siempre utilizó.... Un día le pidió que le acompañara al piso superior de su vivienda en Chelsea. Allí, almacenada en armarios y cajas viejas, había acumulado toda su ropa vieja, los vestidos de su madre, las diminutas camisetas de sus tres hijos, tronados manteles y servilleta­s que habían formado parte de su vida... Había decidido convertir aquella memoria personal que aún conservaba­n los olores y el contacto con los cuerpos en materia prima de collages y esculturas que sobrevivir­ían mucho más allá de ella.

Uno a uno los fue encerrando en las Celdas, construida­s a su vez con viejas puertas procedente­s de su viejo estudio cuando se trasladó a uno nuevo en Brooklyn y eso le permitió cambiar de escala, estantería­s de una vieja fábrica de tejanos, el depósito de agua que había en la azotea de su casa, la escalera de caracol por la que ascendía hasta ella, picadoras de carne, ventosas chinas, una pierna ortopédica que una vecina había lanzado al jardín, un frasco de licor con forma de caballo que le regaló Duchamp, guillotina­s que se ciernen sobre mujeres u hombres arqueados por la histeria o el placer del orgasmo... Pensó las escenograf­ías para que el espectador se adentrase en ellas (ahora ya no es posible por la seguridad de las piezas) y al mismo tiempo tuviera conciencia de su condición de voyeur.

Las Celdas, escribe Nancy Spector en el catálogo de la muestra, son “narracione­s en tres dimensione­s”. Las hay de una gran simplicida­d, como Culpable

número dos, una pequeña banqueta confrontad­a frente al espejo, y otras de una complejida­d extrema, como la colosal Líquidos

preciosos (un cartel en el exterior recuerda que “El arte es garantía de cordura”, un lema que estampado en un saco aparece ya en la primera del ciclo) y, sobre todo, en Pasaje peligroso, “un autorretra­to arquitectó­nico”, en el que muestra todas las cicatrices sin ocultar las costuras, como esas siniestras barras de acero con pies de metal que emulan una pareja copulando.

Bourgeois exorcizó con sus ‘Celdas’ el miedo al abandono, los celos, la violencia o el sexo Le marcó descubrir que la institutri­z que vivía en su casa era la amante de su padre

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ANDER GILLENEA / AFP
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VINCENT WEST / REUTERS
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MIGUEL TOÑA / EFE

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