El día del Padre
Jules Renard decía que los padres tienen dos vidas: la suya y la de sus hijos. De esta acumulativa responsabilidad han nacido tragedias, comedias, tragicomedias, apropiaciones existenciales indebidas y biografías de gente traumatizada por padres crueles. El catálogo de rituales que normativiza el universo paternofilial incluye grandes momentos de emoción y ceremonias más frívolas, como El día de Padre, que, si la autoridad competente no lo impide, se celebra mañana. La categoría antropológica de la efeméride podríamos situarla entre El día de los Enamorados y la Despedida de Soltero, pero como suelen intervenir menores de edad hay que mantener las apariencias y aceptar sus protocolos con la mejor sonrisa y una contradictoria sensación de inocencia impostada o de impostura inocente. Por suerte, si han sido educados en familias moderadamente contrarias a la banalización del calendario festivo, se puede llegar a la mayoría de edad prescindiendo del día de Padre. Esta conducta, sin embargo, contradice el interés económico del país, que recomienda apuntarse a todos los bombardeos comerciales por patriotismo consumista.
Todo eso viene a cuento de dos SMS que he recibido esta semana. El primero, de una importante operadora telefónica, dice: “Te proponemos el mejor regalo para que triunfes en el día del Padre. Renueva su móvil por un...” y, a continuación, el
El segundo mensaje no lo puedo transcribir porque lo suprimí al recibirlo: no era para mí
modelo en oferta. Interpreto que quien debe hacer el regalo soy yo y que mi interlocutor se comunica conmigo en mi calidad de hijo y no de padre. En consecuencia, me está sugiriendo que renueve el móvil de mi padre. El problema es que mi padre está muerto y que me parece feo profanar su tumba. El segundo mensaje no puedo transcribirlo porque lo suprimí al recibirlo: no era para mí. Me lo enviaba una importante cadena de ropa prêt-àporter y me informaba de rebajas idóneas para este día. El problema es que se dirigía a mí con el nombre de LUCIO, así, en mayúsculas, y tuteándome. No sé cómo habría sido mi vida si en vez de llamarme Sergi en minúscula me hubiera llamado LUCIO en mayúscula pero me preocupa que el cien por cien de los mensajes que he recibido para invitarme a celebrar el día de Padre hayan sido tan defectuosos. Tanto en la ficción como en el periodismo de investigación pre y postapocalíptico, se nos avisa de la espiral de control policial orwelliano, se nos habla de Snowden y de aquel hombre pálido y ojeroso refugiado en la embajada de Ecuador para subrayar la monstruosa precisión de la intervención del Poder en nuestras vidas. En un tono solemne, se nos recomienda controlar el móvil, desconectarlo cuando vamos al lavabo y se nos repite que un superpoderoso Gran Hermano sabe qué hacemos de día, de noche, los días laborables y los festivos. Pero luego resulta que debo profanar la tumba de mi padre para renovar el móvil que nunca tuvo y que me llamo LUCIO, así, en mayúsculas. Como dice el gran pensador contemporáneo Jep Cabestany: “¡Vete a tu pueblo!”.