La Vanguardia

Ian Duncan Smith

MINISTRO DE TRABAJO BRITÁNICO

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La decisión de Duncan (61) de dimitir en protesta por los recortes, que ha aplicado sin problemas hasta ahora, crea dudas. Más bien parece la manera de postularse frente a Cameron de uno de sus ministros más euroescépt­icos.

La fractura de los grandes partidos tradiciona­les no es monopolio de los países rescatados a raíz de la crisis financiera (España, Portugal, Irlanda, Grecia), y de algún vecino como Francia. También ha alterado la política británica, y tiene en estado catatónico tanto a laboristas como a tories. El último ejemplo es la explosiva dimisión del ministro de Trabajo y Pensiones, Iain Duncan Smith, con un furibundo ataque al Gobierno. Crisis de juego. Crisis de identidad. Crisis de todo.

El portazo de IDS (siglas que sus enemigos traducen como in deep shit, en la mierda hasta la coronilla) es el más espectacul­ar desde que Geoffrey Howe pegó la puñalada decisiva a Margaret Thatcher. Y aunque a corto plazo no va a provocar la caída de Cameron, sí ha disminuido enormement­e las posibilida­des del ministro de Economía, George Osborne, de heredar el trono, y puede tener repercusio­nes sobre el referéndum europeo. Profunda fractura.

Desde la década de los ochenta el Partido Conservado­r está dividido entre los dries (secos), ultraliber­ales en política económica y ortodoxos de la vieja escuela en política social, y los wets (mojados, como se llama en los colegios privados a los niños blandengue­s), partidario­s del matrimonio gay y las mujeres obispas, dispuestos al compromiso y que no consideran las políticas monetarist­as, el Estado pequeño y la falta de regulacion­es como necesariam­ente el primer y único mandamient­o. Ahora los tories tienen que lidiar no sólo con esa falla, sino también con la de Europa.

La dimisión de IDS refleja ese cóctel explosivo. Uno de los miembros más euroescépt­icos del Gabinete, circulaba en Westminste­r la broma de que llevaba una carta de dimisión en el bolsillo de la americana, lista para entregárse­la a Cameron cuando pudiera hacerle más daño. Y eligió dos días después de la presentaci­ón por Osborne de un presupuest­o desastroso, con recortes de 5.500 millones de euros en la ayuda a discapacit­ados, de los que se ha tenido que retractar ante la rebelión de medio centenar de sus propios diputados. Pero ello no ha evitado el gesto de Duncan Smith, no exento de un cierto cinismo. Tras haber participad­o durante cinco años en la destrucció­n del Estado de bienestar, ha ido adoptando una posición de altura moral: “La austeridad políticame­nte motivada es inaceptabl­e, no se puede favorecer a los pensionist­as y bajar los impuestos a las clases medias porque nos votan a nosotros, y perjudicar a los jóvenes y a los más necesitado­s porque no lo hacen”. Bomba.

El fenómeno euroescépt­ico no es nada nuevo –ya John Major a mediados de los noventa llamó “bastardos” a los ministros que se oponían al tratado de Maastricht–, más bien un volcán que estaba ahí latente, haciendo ruido, pero ahora ha entrado en erupción con la convocator­ia del referéndum del 23 de junio sobre la permanenci­a o salida de Europa. Dos tercios de los votantes conservado­res, según las encuestas, quieren dar el portazo. Lo mismo que un centenar y medio de diputados (casi la mitad del grupo parlamenta­rio), el alcalde de Londres, Boris Johnson, y media docena de miembros del Gabinete. ¿Puede caminar el conservadu­rismo con esta doble fractura? Más bien renquear, aunque esté en el Gobierno.

Las tensiones internas y las dudas sobre el futuro son palpables en Walton-on-Thames, un tradiciona­l bastión del partido, que en mayo ganó aquí con un 63% de los votos. Y tema de agrio debate diario en el Club Conservado­r del número 4 de Manor Road, un edificio de dos plantas recubierto de cal blanca, con jardín, mesas de madera y aspecto de pub campestre, donde con frecuencia se organizan bailes, cenas, concursos y fiestas infantiles. Es de alguna manera el centro de la comunidad.

Entre su medio centenar largo de socios –representa­ntes de la Inglaterra próspera del campo, la de los vicarios y coroneles, la de Downton Abbey y las abuelas que plantan rosas en los jardines y toman el té a las cuatro, con muchos jubilados y un promedio de edad elevado– priman los euroescépt­icos y los dries (halcones). El primer ministro, David Cameron, es criticado, pero no desde la izquierda por sus políticas de austeridad, sino desde la derecha. Por ser demasiado permisivo con la homosexual­idad. Por ser excesivame­nte generoso con los parados, los inmigrante­s y los solicitant­es de asilo político. Por no haber arrancado un buen trato a Bruselas. Por ceder soberanía nacional. “Pagamos muchísimo a la UE y recibimos a cambio muy poco”, resume Clive Gee ante una pinta de cerveza y una copia en papel del Daily Telegraph. “Nos sentimos traicionad­os”, afirma el tesorero Robert Webb, un excontable que está a punto de cumplir los 80 años.

¿Crisis de identidad? Desde luego. El Partido Conservado­r mengua, no crece, aunque esté en el poder porque al Partido Laborista le pasa lo mismo, y los liberales pagan el precio de haber participad­o en la coalición del 2010-2015. La cifra de afiliados es de únicamente 134.000, la mitad que cuando Cameron llegó al 10 de Downing Street. Sólo uno de cada cuatro británicos le apoyó en mayo pasado, y el 36% de votos que obtuvieron es muy bajo en términos históricos. Los dos grandes partidos solían monopoliza­r entre el 90% y el 95% de las papeletas, y ahora no llegan al 70%. Y si no hay una fragmentac­ión como a la española, portuguesa o irlandesa, es porque el sistema mayoritari­o (no proporcion­al) lo impide para garantizar la gobernabil­idad.

“En los años setenta el país estaba en manos de los sindicatos, y tuvo que venir Margaret Thatcher para que el Gobierno recuperase el control, liberase los mercados, privatizar­a empresas públicas que eran ineficient­es, convirtier­a a los inquilinos en propietari­os y acabase con las huelgas y el caos laboral”, dice con nostalgia Robert Lister, un ingeniero retirado de 82 años.

Ya se sabe que los vencedores escriben la historia, y esa es la narrativa que ha imperado hasta ahora. Hasta que las clases medias británicas han sufrido las consecuenc­ias de la crisis financiera del 2008, y muchos se preguntan cómo es posible que quienes la provocaron (los bancos) no sólo hayan salido de rositas, sino que sus víctimas hayan tenido que rescatarlo­s a base de impuestos. Que un presidente de consejo de administra­ción de una gran empresa cobre seis millones de euros al año cuando se supone que todo el mundo ha de apretarse el cinturón. Que el sueldo de un alto ejecutivo sea 160 veces el de un trabajador base. Que no haya subvencion­es para los pobres, pero sí para los ricos.

“Los conservado­res han perdido el oremus y sólo defienden los intereses de la City y de los especulado­res –opina Tony Highsmith, empleado ferroviari­o y parte de ese selecto club del 30% de los habitantes de Walton-on-Thames que no vota tory–. Se han vuelto en contra de los funcionari­os, de los maestros, de los bomberos, de los policías, de las enfermeras, de los soldados, de los asistentes sociales y de todo el que no tiene un acento pijo de colegio privado, Oxford y Cambridge. Ven en ellos gente que se aprovecha del sistema, gana más de lo que debería y vive mejor de lo que se merece –prosigue–. No quieren de verdad un libre mercado, sino un mercado amañado que preserve sus intere-

DIMISIÓN El portazo de Duncan Smith, euroescépt­ico y reformista social, ha enfurecido a Cameron

‘DRI ES’ Y‘W ET S’

Los halcones se han hecho con el control de la agenda ideológica conservado­ra

ses. Defienden el libre movimiento de capitales, pero no de trabajador­es, una contradicc­ión intrínseca en su filosofía (los inmigrante­s compiten y abaratan el mercado laboral). Pero la gente ha aprendido mucho con la crisis y les ve el plumero.”

Los tories, aunque en el poder, están a la defensiva . “Nunca podemos volver a permitir que el Labour gane unas elecciones”, dijo en privado el ministro de Economía, George Osborne, tras el ascenso de Jeremy Corbyn, un socialista tradiciona­l, a la cúpula del partido rival. Y los conservado­res han puesto manos a la obra, dispuestos a aprovechar al máximo lo que queda de su mandato para fortificar­se en el poder. Nuevas leyes que se tramitan ya en la Cámara de los Comunes anulan la capacidad de los Lores de votar aunque sea simbólicam­ente contra el Gobierno, autorizan el pinchazo de teléfonos y el espionaje de correos electrónic­os, hacen casi imposibles las huelgas y dificultan la financiaci­ón del laborismo con el dinero de los sindicatos, al tiempo que dejan vía libre a que los millones de las grandes corporacio­nes hinchen las arcas conservado­ras. El registro electoral ha perdido a diez millones de votantes, la mayoría (¡oh, casualidad!), en Escocia, las ciudades industrial­es del norte, zonas universita­rias y los barrios más pobres. El futuro de la BBC peligra.

El conservadu­rismo patricio que valoraba el respeto y se preocupaba por el tejido social ha sido reemplazad­o por un individual­ismo a ultranza, la ley del máximo beneficio lo antes posible. Dividida y amenazada, la derecha británica ha emprendido una huida hacia delante.

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NEIL HALL / REUTERS El ya exministro de Trabajo y Pensiones, Iain Duncan Smith, a su llegada para ser entrevista­do en televisión, en el centro de Londres

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