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La difícil situación económica y política que atraviesan los países de América Latina; y el futuro de la Sagrada Família, un proyecto que ha dejado de ser una prioridad para el Ayuntamiento de Barcelona.
CADA año visitan la Sagrada Família más de tres millones de personas. Este templo expiatorio es la obra de Antoni Gaudí en Barcelona que más turistas atrae. La que durante decenios fue una iglesia en construcción de incierto final dispone ahora de cuantiosos recursos, gracias a la gran afluencia de turismo. Para calcular dichos recursos basta con multiplicar la cifra de visitantes por la tarifa básica de entrada: quince euros. Ya nadie pone en duda que el templo se completará en el 2026, coincidiendo con el centenario de la muerte de Gaudí.
Una vez se terminen las obras, que harán de la Sagrada Família, con 174 metros, el edificio más alto de Barcelona, quedará todavía pendiente la adecuación de sus alrededores. Gaudí previó, entre otras actuaciones, la apertura de un salón urbano frente a la fachada de la Gloria, que será la principal. La construcción de dicho salón urbano y de una gran escalinata conllevaría el derribo, previa expropiación, de una serie de viviendas –alrededor de 150– situadas ante el templo. He aquí una operación compleja que ya motivó unas rondas de conversaciones con los vecinos en tiempos de la administración municipal convergente. Y que la actual administración, la de BComú, no parece situar entre sus prioridades.
El mejor modo de abordar esta cuestión quizás sea dividiéndola en dos fases. En la primera, Barcelona debería ser capaz de decidir si una obra como la Sagrada Família merece este remate urbano. En la segunda, suponiendo que la respuesta a la primera fase sea positiva, debería decidirse cómo se lleva a cabo la operación.
Desde que anunció su primera decisión relevante –la moratoria relativa a la construcción de nuevos equipamientos turísticos–, sabemos que BComú tiene una visión crítica respecto del turismo. Pero eso no significa que esa opinión sea la mayoritaria en Barcelona. Ni que el turismo no tenga efectos positivos. Y quizás los vecinos afectados por esta hipotética operación puedan negociar una contrapartida interesante si finalmente son expropiados. Aquí entraríamos ya en la segunda fase de la cuestión: la relativa al cómo se aborda.
Una buena manera de hacerlo sería mediante el diálogo, instrumento útil en toda negociación. El aplazamiento de los desafíos puede aliviar temporalmente a una administración como la barcelonesa, sin duda muy exigente y sobrecargada. Pero aplazar no es lo mismo que resolver. Los problemas hay que afrontarlos, dando la palabra a los distintos agentes afectados. Y las mejores administraciones no sólo hacen eso: además son capaces de anticiparse a tales problemas.