Los héroes del frac
Elegantes discursos se escucharon en la RAE para celebrar el ingreso de Félix de Azúa. El flamante académico leyó un texto corto y brillante, característico de su ingenio. Huyendo de la severidad académica, barnizado las palabras con un sutil acento irónico para evitar el trascendentalismo, jugando con el significado de las palabras serendipia y chiripa, Azúa habló de la pasión con la que Martín de Riquer, ocupante anterior de la silla H, le contagió el interés por el lenguaje de las armas de la caballería medieval, que acabó cristalizando en Mansura, la primera de sus novelas “aceptables” (pudoroso adjetivo con que Azúa sorteó la falsa humildad).
Más largo fue el texto de bienvenida que pronuncio Mario Vargas Llosa, quien describió a Azúa como una “referencia inevitable”, un continuador de la senda de Octavio Paz, una “influencia indiscutible”. Enfatizó especialmente su radicalismo (“ir hasta la raíz de las cosas”), su capacidad de seducir, estimular, instruir; y, muy especialmente, su oposición “al conformismo y a la cobardía que significa aceptar las modas por las modas”. El Nobel también dijo: “Un ciudadano tiene la obligación moral de actuar en el dominio cívico en defensa de lo que cree y ejercitando la crítica contra aquello que teme o de lo que abomina. Y él (Azúa) lo ha hecho siempre, con serenidad, elocuencia y gallardía, enfrentándose, por ejemplo, al nacionalismo catalán –a todos los nacionalismos, en verdad—, al terrorismo etarra y a cualquier medida que signifique una marcha atrás en las libertades, la legalidad y los derechos humanos que trajo consigo la transición española. Yo creo que en esto lo asisten la razón y el realismo, y que la suya es una conducta cívica ejemplar”.
La cita es larga porque se las trae. Vargas Llosa sitúa el nacionalismo catalán al mismo nivel que el terrorismo etarra y lo asimila a una marcha atrás en la libertad, la legalidad y los derechos humanos. Sabemos que Vargas Llosa piensa eso. Lo ha escrito muchas veces. Pero, habiéndolo pronunciado en una institución del máximo nivel, financiada con dinero público, su afirmación to- ma un carácter político que no puede pasar desapercibido.
Félix de Azúa ha dedicado una buena parte de las columnas que publica en El País a criticar, no sólo al nacionalismo catalán, sino al catalanismo en general. A finales de septiembre pasado, en Formentor, escribe desde la habitación del hotel en el que “además de frutas y chocolates”, ha encontrado “un volumen de viejos Time de 1977”. Al hojearlo, da con una agresiva referencia de un diario de Moscú a Santiago Carrillo, quien es descrito como un lacayo reaccionario. El conspicuo lenguaje estalinista retrotrae a Azúa a sus años de universidad. “¡Qué nostalgia de aquel lenguaje petardero y beocio de los comunistas! ¡Y cómo se parece al de los separatistas catalanes! El totalitarismo tiene una música inconfundible. (...) No es un choque de trenes, es una vaca muerta en medio de la vía. O un burro”.
La gracia irónica y la elegancia expresiva que Azúa exhibió en la RAE se convierten en sarcasmo y desprecio al referirse al nacionalismo catalán (lo que no le impide, como se desprende de la cita, gastar el mismo tono para referirse a Podemos). Él, que se jacta de ser un exiliado en Madrid (trivializando el verdadero exilio de 1939), él, que describe la vida catalana como “asfixiante”, él, que no desea que su hijo sea educado en el odio a España, usa sus altas columnas de opinión para fomentar el odio ideológico al describir una Catalunya sometida a una mezcla de estalinismo y borrachera.
No escribo este artículo para censurar la figura de Félix de Azúa (como Vargas Llosa soy usuario frecuente de su Diccionario de las Artes), ni para polemizar con sus ideas, sino para subrayar su papel, y el del propio Vargas, en la construcción de una falacia que muchos españoles consideran hoy verdad irrefutable precisamente porque cuenta con tan eminente apoyo intelectual. La falacia de una Catalunya enferma, fanatizada y regresiva, que atenta contra los derechos humanos.
La estrategia amigo-enemigo que el periodismo de la crispación introdujo hace años inauguró una etapa caracterizada por el rechazo al consenso, por la búsqueda de hegemonías incontestables, por una visión fundamentalista de las ideologías y por la descalificación ética del adversario, descrito a la manera hindú como “intocable”.
Félix de Azúa es un buen escritor. Pero no es un héroe. Aprovechando su prestigio intelectual y su alta cátedra mediática, usa las palabras, no para contribuir a encontrar soluciones, sino para simplificar los problemas y demonizar a los que no piensan como él. Se comporta como los clérigos chiíes en Irán, que, atrincherándose en la visión integrista, impiden cualquier desviación de la ortodoxia y, por tanto, obturan todas las salidas políticas. La España democrática no necesita héroes vestidos de frac e insignias. Necesita obreros de la contención, trabajadores de la mesura, destructores de trincheras. Necesita voces que, abandonando la altivez, tengan el coraje de ponerse en la piel de los demás.
La España democrática no necesita héroes vestidos de frac e insignias: necesita obreros de la contención