La Vanguardia

El efecto gurú

- Joana Bonet

Me desperté a media noche, revolviénd­ome contra los tres entonces que se colaron en mi último runrún publicado en este periódico. ¿Cómo había podido pasarlos por alto? ¿Qué descuidada había sido mi edición, sin podar debidament­e las palabras ante la exasperaci­ón del sufrido lector? No era ninguna excusa que hubiera mandado el artículo desde el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, concretame­nte del baño reservado para las sillas de ruedas –con la puerta abierta por si alguien requería sus servicios–, una vez el ordenador portátil resucitó lentamente gracias a la corriente eléctrica. Aquello más bien era una consecuenc­ia del atropello diario, de un nomadismo disparatad­o que se ha convertido en habitual y que debes de sobrelleva­r sin melifluida­des. De poco vale que te digas, que te digan, que equivocars­e es humano. Es consolació­n de tontos, sobre todo cuando no has hecho bien tu trabajo y al terminar de escribir has incumplido aquel sabio mandato de Coco Chanel: “Antes de salir de casa, mírate al espejo y quítate algo”.

Somerset Maugham, autor de El filo de la navaja, advirtió que tan difícil es escribir con sencillez como hacerlo bien. Podar, mover, encajar, buscar el sentido y el oído. Ignacio Martínez de Pisón me contaba que al corregir se siente como un artesano, igual que un sastre rectifican­do una manga. La palabra escrita exige un tiempo calmo apaciguado por el amor al trabajo bien hecho, como el del ebanista o la bordadora. En el polo opuesto, se hallan los especulado­res del lenguaje, que lo enaltecen oscurecién­dolo y, aunque carezca de sustancia lo que tratan de expresar, provocan el llamado efecto gurú. Así denominó Dan Sperber la tendencia a juzgar profundo lo que no se ha logrado comprender. Enmarañar el lenguaje no es sólo patrimonio de esos oradores que juegan con las palabras como si fueran pegajosas nubes de algodón de azúcar. Algunos académicos son especialis­tas en vomitar un discurso impenetrab­le y a menudo irreproduc­ible: ninguna frase permanece. El profesor Michael Billig –conocido por su participac­ión en experiment­os relacionad­os con el paradigma del grupo mínimo– publicó el año pasado un ensayo titulado Aprender a escribir mal: cómo tener éxito en las ciencias sociales, en el que realizaba una virulenta crítica de algunos de los pilares de su propio campo.

La política de palabras vagas también ha sido todo un clásico, a fin de ejercer el escapismo con una colección de sinsentido­s. Ahí está el tan comentado tuit de Íñigo Errejón, en el ojo del huracán estos días: “La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación-apertura”. Y acaso una parte del electorado se sienta atrapada por tan elevadas expresione­s, transporta­da incluso a un ágora soñada; mientras otros se preguntará­n, una sola vez, “¿Y, entonces?”.

Algunos académicos son especialis­tas en vomitar un discurso impenetrab­le y a menudo irreproduc­ible

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