La fiesta del compromiso
CARLES FLAVIÀ (1945-2016) Humorista
La muerte de Carles Flavià, a los 70 años –segada su vida por un cáncer de pulmón, como el que hace siete años se llevó a su fraternal amigo Pepe Rubianes–, ha conmocionado a su innumerable legión de amigos, que no se resignan a prescindir de la ácida jovialidad de este hombre de inmensa humanidad. Carles Flavià, que ha sido una presencia constante desde los años setenta en la Barcelona más popular, ha dejado una estela de cordialidad en el ánimo de quienes le trataron.
Las calles de Barcelona se empobrecen con la desaparición de uno de los hombres que más vida les insuflaron, con obras sociales, con organización de conciertos, con actuaciones teatrales como showman y humorista, y también con sus celebradas apariciones televisivas... Carles Flavià, primero como sacerdote comprometido con los más desfavorecidos, después como noctívago canalla y al fin como humorista radiofónico (fiel compañero de su íntimo amigo Manel Fuentes) y televisivo, siempre supo poner fiesta, amor y ternura en todo lo que tocó.
Los barceloneses más noctámbulos de principios de los años ochenta le conocían de las animadas noches de conciertos en locales tan bulliciosos como la hoy mítica sala Zeleste, dónde ejercía como mánager de artistas: Orquestra Plateria, Gato Pérez, su buen amigo Sisa... Desde entonces se ganó la simpatía de cantantes, actores, periodistas, artistas de todas las disciplinas y de todas las bohemias. El gran público le conocería desde los años noventa por sus apariciones televisivas, sobre todo en BTV –la televisión municipal de Barcelona, en la que Manuel Huerga, entonces su director, le animó a participar– y también en TV3.
Flavià se había convertido en mánager de artistas siendo todavía sacerdote: “Mi función era ayudar a jóvenes que salían de la cárcel. Les buscaba trabajos: pegar carteles, seguridad en conciertos de rock... ¡Íbamos a todos!”, me explicó con motivo de una entrevista para La Contra, hace 17 años. Se había ordenado sacerdote en 1976, después de haberse formado en los maristas y de haberse comprometido en grupos cristianos parroquiales. Me atribuyó el origen de su vocación solidaria a cierta visita siendo colegial: “A los 13 años nos llevaron a visitar la protección de menores, en la prisión de Wad-Ras. Vi a aquellos chavales rapados al cero, esqueléticos, con mocos... Me compadecí”.
Flavià me reconoció que “mi única vocación clara era pasármelo bien y reír mucho”, lo que no dejó de hacer en ningún momento de
su vida. Profundizó en su fe “y, al hacerlo, la perdí”, me explicaba. Fiel a sí mismo, se presentó ante el cardenal Jubany para colgar los hábitos. “En 1982, cambié a Dios por el mundo”, resumía, con pericia dramatúrgica. Y relataba con picardía la consternada reacción del arzobispo Narcís Jubany: “¿Para eso te ordené yo sacerdote, para que te hagas cantante?”. Y atrás quedaron la obediencia debida y la castidad (“la practicaba para tener contento a Dios, me gustaba hacerlo bien”), pero no el compromiso con el prójimo: Flavià siempre ayudó a su compañero de seminario y amigo Manel Pousa, el pare Manel, en sus festivales e iniciativas para poder ayudar a jóvenes en riesgo de exclusión social.
De su experiencia como sacer- dote extrajo muchos pasajes humorísticos: “Lo peor eran los bautizos, bodas, comuniones: cien personas que no te escuchan. ¡Aquéllo sí tenía mérito, nen, y no el teatro que hago ahora, que todos atienden! Los entierros sí me gustaban. Sí, hombre, sí: todo el mundo calladito. Y si ese día tenías mala cara, quedabas bien”.
Del púlpito saltó al escenario (“el buen cura debe ser bastante actor”), aunque antes de eso abrió Baticano, un club nocturno “de esos de meterse mano: estaba mal insonorizado y un vecino me lo cerró”. Cuando evocaba el Zeleste de aquellos años ochenta barceloneses, lo hacía así: “Un festival de la carne, una euforia bestial, todos ligando en los lavabos. ¡Qué época! No había guardias de seguridad...”. Flavià conservó siempre sus hábitos nocherniegos: “Salir de noche es lo que más me gusta. Soy un tipo que se levanta a la una del mediodía; ¡esa es mi máxima riqueza! Y siempre me levanto contento”.
Aprovechó su natural inclinación biorrítmica para crear una sección en BTV que se titulaba Qualsevol nit pots sortir sol (parafraseando jocosamente el título de la canción Qualsevol nit pot sortir el sol, de Sisa), en la que cada noche interpretaba la actualidad con una incomparable comicidad y con un desparpajo que se ganó a los telespectadores más jóvenes y no tan jóvenes, repartiendo estopa a diestro y siniestro con muchísima coña, empezando por sí mismo. Sus valores los resumía así: “Amor, respeto, libertad y principios éticos, porque no creer en Dios no te exime de responsabilidades ante los demás”.
Y acerca de la eventual creación divina del mundo, Flavià tenía esta opinión humorística, ya sobre los escenarios: “Injusticias sociales, huracanes, volcanes, aludes... Las puestas de sol están logradas, sí.., ¡pero a la naturaleza le fallan los acabados!”.
Le pregunté a Carles Flavià si en su lecho de muerte reclamaría la presencia un sacerdote, y se rió: “Mi Dios es un hombre que se ríe mucho... y llora por las desgracias ajenas”.
Hoy lloramos la desgracia de habernos quedado sin él, que nos enseñó a ser serios sin dejar de reír, a ayudar a los demás sin dejar de bailar, a ser lúcidos sin dejar de cantar. Carles Flavià, que siempre era empático y cordial en cualquier esquina en la que te lo cruzases, con su ejemplo nos ha enseñado a gozar de esta vida única que tenemos, de noche y también de día, apartando a los cenizos, a los pomposos, a los amargados, a los soberbios, a los codiciosos, a los sombríos, a los interesados, a los solemnes, a los trágicos y a los hijos de puta, porque se trata de vivir junto a los demás con toda la ternura y la alegría de la que seamos capaces.
Nos enseñó a ser serios sin dejar de reír, a ayudar a otros sin dejar de bailar, a ser lúcidos sin dejar de cantar