Ghibli y el recuerdo de las bombas
Llegan a España los dos largometrajes postreros del estudio de dibujos animados más importante del mundo
Studio Ghibli anunció en 2014 que abandonaba la producción de largometrajes debido a problemas financieros, y todo el planeta cine bajó la mirada con pesadumbre. Vértigo Films ha estrenado este fin de semana en España las dos últimas cuentas de ese collar de glorias que conmueve desde hace décadas al mundo de la animación, El cuento de la princesa Kaguya (2013), de Isao Takahata, veterano fundador del estudio, y El recuerdo de Marnie (2014), de Hiromasa Yonebayashi, uno de los jóvenes valores de la compañía. Esta despedida tiene la virtud de ofrecer fachadas opuestas del colosal legado del estudio cuya imagen es el espíritu que habita en el alcanforero, Totoro, protagonista de la obra maestra de la productora, Mi vecino Totoro (1989), de Hayao Miyazaki, tal vez la mejor película de dibujos animados de la historia, capaz de disputar al cine de Yasuhiro Ozu y Akira Kurosawa el cetro de lo mejor que ha dado el archipiélago nipón al séptimo arte.
El estreno ha servido, de paso, para reivindicar la obra de Takaha- ta (Ise, 1935), amigo de juventud de Miyazaki (Tokio, 1941), aunque un creador de naturaleza muy diferente a la de su socio. Takahata y Miyazaki, que en 1985 fundarían juntos Studio Ghibli, son hijos de la Segunda Guerra Mundial, una tragedia que marcó sus obras de forma casi antagónica. Takahata, con apenas 10 años, sobrevivió a la catástrofe de Okayama. Destruidas todas las defensas antiaéreas japonesas durante la primavera de 1945, el 29 de junio, la aviación estadounidense aprovechó la nula resistencia para someter a un salvaje ataque a baja altura y con bombas incendiarias la ciudad de Okayama. Los materiales de construcción japoneses –maderas y telas– prendieron en un mar de fuego la ciudad, que fue borrada del mapa. Un dramático preámbulo al posterior apocalipsis de Hiroshima y Nagasaki, y todo ello, indicio fehaciente de la voluntad estadounidense de vengar Pearl Harbor, no tanto rematar una guerra que ya había acabado. Takahata narró su traumática experiencia en La tumba de las luciérnagas (1988), película que lo dio a conocer y le reportó premios en todo el planeta. El trazo claro y amable de la animación nipona contrastaba con la dureza de un relato trágico sin paliativos y cuyo desenlace cortaba la respiración. Ese dramatismo extremo ya lo había dejado entrever Takahata para Nippon Animation como director de Marco (De los Apeninos a los Andes) (1976), serie basada en un relato de Edmondo de Amicis, cuya crudeza resultó impactante para toda una generación de niños, incluso por contraste con la adap- tación del clásico de Johanna Spyri, Heidi, la niña de los Alpes que el mismo estudio, también con Takahata de director, había estrenado dos años antes.
A diferencia de Miyazaki, al que el desastre de 1945 condujo a desconfiar del progreso, pero no de la condición humana –de ahí que su cine tenga un cariz vitalista y celebre la naturaleza–, en Takahata, el fatum trágico siempre ha estado
El ataque a Okayama marca toda la obra de Takahata, que lo llevó al cine en ‘La tumba de las luciérnagas’
presente, incluso cuando se dejó contagiar del ecologismo de Miyazaki en Pompoko ( 1994). Por eso en El cuento de la princesa Kaguya, adaptación de un centenario relato tradicional –en el que, como hiciera en Recuerdos del ayer (1991) y Mis vecinos los Yamada (1999), la acuarela tradicional japonesa toma el protagonismo artístico–, los personajes, incluida la niña nacida en un bambú, son antes objeto que sujeto de una historia que opera como alegoría de la estéril voluntad de dirigir los destinos de los hijos.
Por el contrario, El recuerdo de Marnie encarna la otra alma de Ghibli, no en vano la novela juvenil de la británica Joan G. Robinson (1910-1988) en que se basa, When Marnie was there, es una de las favoritas de Hayao Miyazaki. Y como en casi todo el cine de su mentor, Homebayashi aborda el tránsito femenino a la madurez merced a la consecución de un convenio con el pasado, imbuido del ambiente de los clásicos juveniles de la novela de corte victoriano –en la línea de La princesita y El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett–, tratado con ese uso de la saturación cromática característico de los títulos de Miyazaki, para el que el color funciona como promesa. Una ocasión, en fin, de apreciar la ambición y relevancia del legado de dos maestros a los que las mismas bombas inspiraron miradas artísticas opuestas pero excelsas. Pues idéntico talento emplea Takahata para mirar a la muerte y lo fútil, que Miyazaki para observar la vida como horizonte y potencia.