Un punto y dos funerales
El Villarreal es un equipo que justifica la existencia de la liga doméstica española. El equilibrio entre la demografía local, el entusiasmo del club y el estilo de juego que defiende estimula el espectáculo. En un futuro próximo, es probable que se imponga una liga europea entre equipos poderosos superpatrocinados. Pero, mientras tanto, merece la pena disfrutar de partidos como el de ayer, con la estética casi anacrónica y nada televisiva del sol y la sombra, que conecta con el fútbol de nuestros ancestros. Fútbol ofensivo de primer toque, ambición, voluntad de superar la adversidad del arbitraje y la capacidad para empatar, con justicia, contra el líder, hasta ahora indiscutible, de la competición.
Sin histerias retóricas de David contra Goliat, y huyendo del sentimiento de culpabilidad sensacionalista que intentan endosarnos, muchos culés tuvieron la satisfacción de sumar un punto y, al mismo tiempo, darse cuenta de que nada de lo que nos espera será fácil pero sí ilusionante. Aumentar de un punto la diferencia con el Atlético de Madrid refuerza la voluntad de no caer en la euforia o la desconexión y, sobre todo, de entender que un esfuerzo tan continuado como el que hace el Barça no puede ser robótico. Ayer varios jugadores estuvieron por debajo de su nivel de acierto habitual pero, a diferencia de lo que ocurría antaño, la intención colectiva era inequívoca y nadie cayó en la tentación de escaquearse.
Cambio de tema (aunque puede que no). Han muerto dos sacerdotes que interpretaban la fe de un modo particular. Carles Flavià, que sabía ser del Espanyol sin necesidad de odiar al Barça, siempre repetía que se había distanciado de Dios y que llevaban años sin hablarse. Eso, sin embargo, no le impedía practicar un sarcasmo ecuménico y una curiosidad que alimentaba su corrosiva visión del mundo. La condición de excura le daba más autoridad para ser descreído pero, a través del humor, supo mantener una dignísima coherencia de la decepción. No reducía la blasfemia al mundo eclesiástico sino, sobre todo, a las incongruencias y disparates de la especie humana. Sabía hacer sermones pero, en vez de amenazar con el infierno a los pecadores, los invitaba a pecar y, como su- mo pontífice de su bar Batikano, repartía copas en vez de avemarías. En las discusiones entre periquitos y culés, huía de la inercia del tópico y la solemnidad que tanto daño le hacen al deporte. Y, para poner paz, se reía de las ínfulas del madridismo más postizo y relamido.
Josep Maria Ballarín, en cambio, era un culé de antes de la guerra, de los que habían vivido lo suficiente para tener una perspectiva lo bastante amplia para no dejarse engatusar por según qué cuentos chinos. Descubrió al Barça en un mundo que los que no vivimos pen- samos que era en blanco y negro pero que en realidad era en color: admirando a Zamora y Samitier y con una goleada contra el Oviedo. No sólo tenía opiniones propias sobre el club sino que almacenaba recuerdos irreverentes. En 1999 tuve la oportunidad de conversar con él para un libro sobre el centenario e incluso la grabadora se estremeció cuando el mosén nos contó: “Un primo mío me invitó a ver a un Barça-Madrid en tribuna. Era un hombre simpático y, antes de empezar el partido y que los equipos sa- lieran al campo, se levanta y, solemnemente, dice: ‘Señores, hay una cosa que no hay que discutir: el árbitro es un hijo de puta’, y volvió a sentarse”.
Ballarín admiraba al presidente MiróSans y opinaba que el lema “el Barça es más que un club” era una consecuencia reactiva al franquismo, que se inventó la supremacía futbolística del Real Madrid de Di Stéfano para limpiar la imagen de una España internacionalmente impresentable. Tanto Ballarín como Flavià tenían un modo de ser libres que requería la presencia de su propia afición. Para uno eran los peregrinos que se acercaban a su casa para impregnarse de su sabiduría de proximidad. Para el otro eran amigos y noctámbulos (practicantes y no practicantes) o una especie que le gustaba especialmente: los espectadores que pasaban por taquilla sólo para verlo y escucharlo.
Tanto Ballarín como Flavià tenían un modo de ser libres que requería la presencia de público