La Vanguardia

Muerte joven

- Pilar Rahola

Te’n vas anar amb aquell ponent dolcíssim...”. Así empieza el poema de Joan Maragall La mort d’un jove, que el poeta dedicó al hermano de su mujer Clara, cuando murió a los veintiún años. Es un poema de vida, lleno del optimismo que empapa toda la poesía de Maragall, y precisamen­te por eso expresa como ninguno el dolor intenso que provoca la muerte de un joven. Si todas las muertes próximas nos dejan desconcert­ados, asustados, huérfanos, la muerte de un joven es una herida tan seca que no da oxígeno para la comprensió­n ni, probableme­nte, para la aceptación. Y para sus padres debe de ser un bocado de la propia muerte, una manera de morir a trocitos, antes de morir...

De repente, han sido trece las flores cortadas, en un instante, arrancadas de la vida justo cuando empezaban a devorarla, chicas bellas, jóvenes, espléndida­s, cargadas de ideas y proyectos, aprestas por la fuerza de su juventud y..., en un instante..., la nada. Puedo imaginar los días previos de la familia, tantas veces vividos. La idea de un viaje o de una estancia en el extranjero, las dudas, asegurarse de que no hay riesgo, mirar los precios, preguntar con

Qué asfixiante debe de ser el aire que hay que respirar, qué oscuro el camino que hay que transitar

quién van, pedir que llamen cada día, apuntarse los teléfonos de otros padres, por si acaso, alguna compra de última hora, ayudar en la maleta... Y el día de la partida, la sobredosis de consejos maternos, la mezcla de emociones, la desazón, la alegría, la despedida... Ningún padre del mundo, ni siquiera aquellos que somos sufridores, puede imaginar que nunca más verá a su hijo, porque esta es una idea tan inaceptabl­e que no tiene cabida en ningún sitio, ni siquiera en el espacio tortuoso de las desazones.

Los hijos nos deben llorar a nosotros, y esta verdad nos acompaña y nos reconforta, porque da sentido a la continuaci­ón de la vida. ¿Pero qué sentido puede haber en una muerte joven? Es tan malvada la pregunta, que no hay respuesta, sólo el abismo de dolor que causa una ausencia tan brutal.

Querría decir que imagino el sufrimient­o de las familias que tienen que coger un avión para venir a recoger el cuerpo de su hija muerta. La llamada con la noticia..., tener que hacer toda una logística para viajar, en el momento justo en que nada tiene sentido excepto el dolor..., llegar a un lugar extraño para reconocer los restos… Pero no es cierto. Nadie que no haya pasado por una tragedia como esta puede imaginar qué asfixiante debe de ser el aire que hay que respirar, cuán de plomo deben de ser las palabras que hay que pronunciar, qué oscuro debe de ser el camino que hay que transitar. Y aquí estamos, los que contemplam­os de lejos la tragedia, intentando enviar la empatía de emociones que nos empapan, sabedores de que no nos acercamos, ni por asomo, a entender el horror.

Nada más, excepto la pena compartida. Que descansen en paz las trece flores cortadas, y que sus familias puedan encontrar el lenguaje del consuelo.

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