No es otro día gris en Bruselas
Bruselas amaneció como siempre, nublada, con amenaza constante de lluvia. Aunque se acerca la Semana Santa, ayer era todavía día laboral. Por lo que la mayoría de trabajadores belgas y funcionarios comunitarios acudían con normalidad a sus puestos de trabajo. Algunos aprovecharon para adelantar un par de días sus vacaciones. Ese era el caso de Carlos, que tenía su vuelo para la mañana del 22 de marzo desde el aeropuerto de Bruselas. La huelga de controladores aéreos franceses de los dos últimos días hizo que, al igual que muchos belgas y turistas que salían de la capital, Carlos decidiese presentarse en el aeropuerto con antelación y así evitar las largas colas en los mostradores de facturación.
Salió de su casa a las ocho menos cuarto y se montó en uno de los taxis de Place Jourdan, en pleno barrio europeo, rumbo al aeropuerto de Zaventem. No habían transcurrido ni diez minutos de trayecto cuando el taxista recibió una llamada de quien debía ser un colega de profesión.
Carlos escuchó entre incredulidad y temor las palabras malditas de esa mañana. Unas palabras expresadas en francés pero fácilmente comprensibles en cualquier idioma. “Attentat à l’aéroport! Attentat à l’aéroport!”, repitió en dos ocasiones, mientras con su mano señalaba hacia el horizonte. Las bombas habían hecho explosión minutos antes, pero no fue hasta ese momento que realmente la gente comenzó a tener constancia de lo que estaba ocurriendo.
Carlos sacó su móvil para hacer lo que todo el mundo hace hoy en día, enviar watsaps. Y envió watsaps a sus colegas de trabajo, contando lo mismo que le acababa de decir el taxista. Y pronto lo que era solo rumor comenzó a ser noticia. Atentando en el aeropuerto de Bruselas.
Los siempre famosos atascos belgas se hicieron a un lado para permitir el paso a las ambulancias y los coches de policía que, en medio de un baile caótico de luces y sirenas, aparecieron de entre la nada.
Carlos y su taxista guardaron silencio, mientras desde la distancia se observaba la columna de humo proveniente del aeropuerto. El conductor, probablemente incumpliendo alguna que otra ley, sacó con mano temblorosa un paquete de tabaco de su chaqueta ofreciéndose a compartirlo con su pasajero.
Y los dos, parados en medio de la autovía, escuchando las noticias que venían de la radio, leyendo los tuits y los watsaps, encendieron sus cigarros y dieron gracias, cada uno a su dios, por estar a salvo.
Aún tardaron casi una hora en poder regresar al barrio europeo. Lugar que pocos minutos después sería también escenario de otro atentado. Al bajarse del coche, Carlos y su conductor se dieron la mano y se desearon suerte, confirmando que el terrorismo no es una cuestión de razas, ni colores ni religiones. Es simple, pura y llanamente, fanatismo.
Por supuesto, el taxista le cobró 90 euros a Carlos por la ida y vuelta al aeropuerto. Frente al terror todos somos uno, pero Bruselas sigue siendo la capital del euro.
Carlos llegó a su casa, dejó la mochila de peregrino con la que pensaba hacer el camino de Santiago, y se dirigió a su
puesto de trabajo donde lo primero que hizo fue abrazarse a sus compañeros de trabajo.
Allí, juntos, aislados en la soledad de una undécima del Parlamento Europeo, aceptaron la realidad de que lo que estaba ocurriendo esa mañana era más que un simple atentado. Bruselas, la capital belga, pero también la capital de Europa, estaba siendo atacada por el terrorismo. Y con ella, nuestras libertades y nuestros derechos.
Carlos reflexionó para sus adentros que el miedo es el aliado más poderoso del terrorismo. Pero se acordó de Nueva York, de Londres, de Madrid y de París. Se acordó de cómo los ciudadanos, escudados tan solo con sus lágrimas, su rabia y su duelo, salieron a las calles para demostrar que ni con cien bombas podrían acabar con nuestros sueños.
Y ese es el mensaje que hoy todos compartimos. A quienes nos odian, a quienes nos matan, tienen que saberlo. ¡No tenemos miedo! La libertad y la democracia nunca se rinden.