Las dos caras de EE.UU.
Laura Freixas reflexiona sobre las peculiaridades de Estados Unidos, un país donde conviven el individualismo más extremo con admirables muestras de dadivosidad: “Las universidades viven, en buena parte, de las aportaciones de antiguas alumnas y alumnos, y es muy común que las y los estudiantes organicen actividades benéficas, para captar fondos contra el sida o regalar a un pueblo colombiano bicicletas”.
Por más que conozca Estados Unidos, siempre que lo visito hay cosas que me sorprenden, sobre todo en cuanto me alejo de las grandes ciudades. Por ejemplo, que no haya aceras, o que sean intermitentes, lo que hace muy difícil ir a pie a cualquier sitio. O esos enormes, apabullantes, relucientes coches todoterreno. O que todo el mundo te sonría, con una amabilidad bastante estándar (llena de frases rituales: “How are you today?” al saludarte, “Enjoy!” al servirte algo de comer, y algún cumplido –esto, sólo entre mujeres– sobre lo bonito que es tu abrigo o tu maleta) pero amabilidad al fin y al cabo. O las banderas por todas partes. O la abundancia de obesos. O el trato protector, familiar, de profesoras y profesores hacia sus estudiantes; y los modales de estos, que visten shorts, chanclas, camisetas, y en clase se descalzan, ponen los pies encima de la silla, comen… O los carteles precisando que está prohibido entrar con armas de fuego. (Precisión necesaria: no es algo que se dé por supuesto. De hecho, la Universidad de Texas acaba de autorizar expresamente las armas en las aulas.) O el hecho de que en hoteles, museos, aeropuertos, universidades... sean negros casi todos los y las recepcionistas, guardas, bedeles y demás, y casi ninguno de las y los usuarios…
Pero hay algo que me sorprende aún más, y son los nombres propios que presiden gimnasios, bibliotecas, salas de museo, y hasta árboles, relojes o bancos en la calle: los nombres de quienes los donaron. Las ventajas fiscales que eso conlleva no bastan para explicarlo. Hay algo más: toda una cultura de la donación gratuita, de objetos, de dinero o de tiempo. Las universidades viven, en buena parte, de las aportaciones de antiguas alumnas y alumnos, y es muy común que las y los estudiantes organicen actividades benéficas, para captar fondos contra el sida o regalar a un pueblo colombiano bicicletas que permitan a sus niñas y niños recorrer la distancia de varios kilómetros hasta el colegio más próximo.
Yo, la verdad, no sé qué pensar. Por una parte, me parece más democrático que los museos, las bibliotecas y los gimnasios se hagan con dinero público, es decir, que sea la ciudadanía y no una persona individual la que decida el qué, dónde y cuándo. Por otra, no deja de admirarme este amor, que parece sincero, a la colectividad, en el país supuestamente más individualista del mundo.