“Lo siento, hermana, mi marido me prohíbe hablar”
“Lo siento, hermana, mi marido me prohíbe hablar; no puedo hablar sin que mi marido lo sepa”, fue la respuesta que obtuvo Hind Fraihi cuando se acercó a una joven cubierta con niqab en el oratorio ubicado justo enfrente del miserable apartamento en el que se instaló en Molenbeek. Prohibir hablar con hombres es normal en ambientes islamistas, pero ¿a una mujer? Fraihi estaba indignada. Ahí no acabó la cosa. “¿El imán te ha autorizado a dirigir la palabra a mi mujer?”, le espetó el marido nada más poner el pie en la calle. El marido delegaba en otro hombre, el imán, para ejercer su autoridad sobre su esposa en su ausencia. La solidaridad entre las mujeres era forastera. ¿Quién se había chivado de que Fraihi se había acercado a su hermana en el islam? Al menos no debió de ver que le pasaba su número de teléfono. Poco más tarde recibió una llamada de la joven en la que, de forma apresurada, le insistía en que su marido le prohibía hablar, lo que daba a entender que ya querría ella.
La vestimenta, ese pudor impuesto o impostado, según el caso, ocultaban algo más que un cuerpo femenino: una ignorancia chocante sobre la forma de rezar y lo que dice el Corán y la tradición de su Marruecos natal o de origen. También chocaba que algún imán animara a las mujeres a acudir habitualmente a la mezquita. La mayoría de las de Molenbeek, contrariamente a las francesas o las españolas, tienen un espacio reservado para las mujeres. Si no existiera no podrían ir; el islam es una religión de sexos separados que sólo se unen en la cama si son matrimonio. El calor humano que Fraihi no encontró entre sus jovencísimas hermanas en el islam de Molenbeek fue a su encuentro en un oratorio del municipio hermano en la radicalidad de Schaerbeek. Eran mujeres de cierta edad y que no podían dejar de pregonar su dicha por haber peregrinado a La Meca. Algunas actitudes ante la oración denotaban un infantilismo insultante: “No dejéis espacio entre vosotras, ¡no querréis que por él pase el demonio!”.