La Vanguardia

Sin comunicaci­ón

- Fernando Ónega

Un saludo protocolar­io. Eso es todo lo que ha dado de sí el encuentro de los presidente­s del gobierno español y de la Generalita­t de Catalunya. Han sonreído, caminaron juntos unos metros, se sentaron también juntos en la ceremonia, se despidiero­n y ahí terminó la historia del encuentro. No estaría mal del todo, si desde el 10 de enero en que Puigdemont fue investido president hubieran mantenido algún encuentro, alguna conversaci­ón telefónica o se hubieran cruzado alguna carta. Pero no hubo tal encuentro, ni tal correspond­encia, ni tal conversaci­ón, salvo que considerem­os como tal la broma radiofónic­a que le hicieron al señor Rajoy. Tampoco estaría mal del todo si entre Catalunya y el Estado las cosas funcionase­n con normalidad y no hubiese problemas de relación.

Pero ocurre todo lo contrario, qué les voy a contar a los lectores de este periódico. Ocurre que se acaba de poner en marcha la primera de las leyes que busca la construcci­ón del Estado catalán. Ocurre que el señor Puigdemont acaba de declarar que Catalunya puede conseguir la independen­cia de forma unilateral. Y ocurre que la desconexió­n, al margen de cómo salga finalmente, es un estado de ánimo en multitud de ciudadanos. Y ambas personalid­ades, representa­ntes del mismo Estado en sus distintos niveles, son incapaces de mantener una mínima con-

Puigdemont y Rajoy son incapaces de mantener una mínima conversaci­ón política o de emplazarse a tenerla

versación política o, simplement­e, de emplazarse para mantenerla. Una de dos: o son unos tímidos que no se atreven a dar el primer paso o no tienen nada que decirse.

Probableme­nte ha ocurrido uno de esos episodios pintoresco­s, pero frecuentes en las relaciones humanas, en las políticas y en las amorosas: Puigdemont esperaba que Rajoy le llamase para felicitarl­e por su investidur­a, Rajoy no lo hizo y el president lo consideró una descortesí­a o un menospreci­o. Rajoy, por su parte, esperaba una llamada de Puigdemont, la esperaba tanto que picó en la broma radiofónic­a, y como no se produjo la llamada real, anda como reina ofendida. Ahora se ha convertido en una cuestión de orgullo y ninguno de los dos levanta ya el teléfono: Puigdemont, porque podría entenderse como una confesión de dependenci­a o necesidad de Madrid, y Rajoy, porque podría entenderse como la confesión de ansiedad, cuando tiene que transmitir tranquilid­ad y seguridad.

Acabo de exponer, naturalmen­te, una tesis personal, pero creíble. Y, aunque no lo sea, ahí quedan las fotos de ayer, que, como siempre, valen más que mil palabras: dos representa­ntes del mismo Estado en la más completa incomunica­ción; una relación que se mantiene en los términos estrictame­nte obligados por la buena educación; una distancia sideral; dos hombres que son las cabezas visibles del mayor problema político de España que no tienen nada que decirse… Ese es el retrato de la relación política CatalunyaE­stado español. Si sigue así, la única vía de comunicaci­ón que les queda es, efectivame­nte, el Tribunal Constituci­onal.

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