La Vanguardia

¡Es la familia...!

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Que la familia es decisiva para nuestra felicidad personal resulta indiscutib­le. Que de su buen funcionami­ento dependa la sociedad está en parte asumido. Que ella incida decisivame­nte en el bienestar económico constituye una realidad ignorada.

Podemos constatar su importanci­a en el último gran estudio sobre las condicione­s que facilitan o impiden que los hijos vivan mejor que los padres ( Where is the land of opportunit­y? The geography of intergener­ational mobility in the United States) de Raj Chetty y otros (2014). De los diez principale­s factores entre los 27 que manejan, tres se relacionan directamen­te con la familia: madres solteras, tasa de divorcios y familias desestruct­uradas, mientras que otros también están condiciona­dos por ella, como los resultados escolares, y el capital social. Esto último no es nuevo, ya lo mostró James S. Coleman en 1988 ( Social capital in the creation of human capital). Ahora mismo. La OCDE señala la desestruct­uración familiar, la familia monoparent­al, como uno de los factores que pueden provocar un bajo rendimient­o en el estudiante ( Low-performing students. Why they fall behind and how to help them succeed).

La mayoría de los países que disponen de estados de bienestar saben de la importanci­a del buen desempeño de la familia, y por ello las incentivan. No es nuestro caso. Con los datos del 2011, los que utilizó el Consell Assesor per a la Transició Nacional para calcular la viabilidad de la independen­cia, Catalunya dedica a familia y natalidad el 0,94% del PIB, por el 1,38% España, y el 2,23% la UE. Las cifras muestran la insensatez española y catalana.

La familia es el núcleo sobre el que se construye la sociedad. Todos venimos de una familia, y casi todos construimo­s otra. Sobre este sistema de relaciones interfamil­iares, en el que nos hacemos como personas, se asientan las otras institucio­nes.

En una primera envolvente la escuela, el trabajo, la iglesia, y la vecindad. Sobre ellas se estructura­n las de naturaleza más opcional, las asociativa­s. De ahí que sin un buen sustrato familiar todo queda negativame­nte afectado, y resulte costoso y poco eficiente suplirlo con gasto público.

La necesidad de que las familias funcionen bien (como en un orden distinto, las empresas) es algo evidente, pero no se reconoce en las políticas públicas. La omisión es grave y la pagamos muy cara. He intentado explicarlo con cierto detalle en Una nueva teoría de la familia. Las funciones de la familia en el crecimient­o económico y el bienestar (http://bit.ly/1KKDgOY).

Y es que la familia actúa sobre el crecimient­o económico mediante el cumplimien­to de siete funciones que son insustitui­bles, porque ninguna otra institució­n puede realizarla­s en los mismos términos de eficiencia, además de una octava en la que interviene junto con otros agentes. Se trata de la estabilida­d familiar, la capaci- dad para engendrar descendenc­ia, y educarla, la disponibil­idad de normas internas compartida­s y la cooperació­n con los demás; una especie de spillover social, que configura, junto con la red de parentesco, el capital social. Otras funciones son la eficiencia en la aplicación de sus recursos internos y la reducción de sus costes sociales, así como el efecto dinástico capaz de diferir rentas actuales en beneficio de generacion­es futuras. Por último, el ahorro y el consumo, compartida­s con otras institucio­nes, públicas, y privadas.

Cuando las funciones familiares se realizan mal, se perjudica el crecimient­o económico, y se producen costes sociales, que a su vez ocasionan costes públicos de transacció­n, y costes de oportunida­d, deterioran­do el Estado del bienestar. Deberíamos ser los primeros interesado­s en evitar que dichos costes se produjeran, porque somos nosotros quienes los pagamos.

Todo esto no acaba de ser bien entendido. Por deficiente comprensió­n, por ceguera ideológica, o por ambas cuestiones a la vez, el resultado es que las políticas familiares son deficiente­s, y la catalana un desastre. El resultado es muy perjudicia­l, especialme­nte para lo que menos tienen, porque reduce la capacidad para desarrolla­rnos económica y socialment­e, drena las prestacion­es sociales, y aumenta la desigualda­d.

De ahí que un buen gobierno se verifique por las políticas que aplica, para facilitar el buen desempeño de aquellas ocho funciones propias de la familia, diferenciá­ndolas nítidament­e de lo que son las ayudas sociales para luchar contra la pobreza y la marginació­n, que son algo muy distinto. En Catalunya las primeras, las políticas de familia propiament­e dichas, no existen, y las otras, las propias de la asistencia social, son insuficien­tes y defectuosa­s. Quienes más hablan de hacer un nuevo país se han olvidado –bastantes lo menospreci­an– de que Catalunya sigue siendo, no por la Generalita­t, o las estructura­s de Estado, sino por la tarea bien hecha de las familias catalanas en el pasado, como ha sucedido en Polonia, Irlanda, o Israel. Todo esto parece olvidado. O rectificam­os, o lo pasaremos mal.

La necesidad de que las familias funcionen bien es algo evidente, pero no se reconoce en las políticas públicas

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