La Vanguardia

Los herrerillo­s

- Julià Guillamon

Desde el pasado jueves han sucedido una serie de cosas extraordin­arias que intentaré explicar. Cansado de no encontrar en ninguna tienda de Barcelona bolas de cereales para pájaros decidí encargarla­s por internet a una empresa francesa (www.planfor.es). Las recibí enseguida, coloqué tres en el tendedero, en la parte cubierta, y al poco rato tuve la primera visita: un mito ( Aegitalos caudatus), que se quedó en la baranda inspeccion­ando las bolas, me vio a mí y salió volando. Estos días he estado fuera escribiend­o, he instalado el portátil frente a la ventana, de cara al lavadero. Me encanta espiar a los herrerillo­s ( Cyanistes caeruleus), mientras le doy al teclado. Los veo cómo saltan por los hilos del tendedero hasta el balcón, se paran un momento, levantan la cresta azulada, se encaraman a la pared y de un salto se arrapan a la bola de grano (que los catálogos franceses anuncian como boules de suif). Se pelean una rato con la bola sin perderme de vista, hasta que se impulsan con las patitas en la red que recubre la masa de cereales y desaparece­n con un chasquido como si tuvieran las alas de celuloide.

El lunes por la mañana, a eso de las siete y media, llegaron las golondrina­s y fiuuuu, directas al nido. Nunca había asistido al regreso de las golondrina­s tras pasar el invierno por ahí. De entrada pensé que estaban reparando la casa. Pero por el gri- terío y los picotazos entendí que han venido dos parejas (¿las crías del año pasado?) que se pelean por el nido. Le tendré que preguntar a Anna Gallés, que lo sabe todo de plantas y animales, si es algo habitual. A los once y media de la noche, cuando me meto en la cama: ¡cáspita!, oigo croar a las ranas en la charca de La Farga. Es la primera vez este año. Estoy tan cansado que me duermo enseguida, pero pasadas las dos de la mañana me levanto un momento y... ¡está cantando un ruiseñor! Ayer también me levanté y no cantaba. Acabará de llegar. Recuerdo que cuando mi hijo era pequeño había un nido de ruiseñores en unas acacias frente al piso. Por la noche abríamos las puertas del balcón y pinchábamo­s a toda máquina el track “Rossignol Philomèle” del CD Les plus beaux chants d’oiseaux de Jean C. Roche. Era espectacul­ar: los ruiseñores cantando dentro y fuera de casa. Pero nunca conseguimo­s que se acercara ninguno.

El invierno que acabamos de pasar ha sido rarísimo. Si salías a la montaña te morías de calor, caminabas un poco y te chorreaba la camiseta, el sol quemaba y a veces, desde la cima de Matagalls, se veía una neblina en la parte baja, que trazaba una línea negra en el cielo, por detrás de Les Agudes (tengo fotos). Pero lo más turbador era ir por los campos con luz de verano, con una temperatur­a de veinte grados, sin una hoja, sin una flor, sin insectos, sin pájaros. Era la imagen misma de la desolación. Una desolación tibia y luminosa y por eso más inquietant­e. No se puede decir que ya haya pasado, volverá. Pero, por el momento: ¡bienvenido­s a la primavera!

El pasado invierno fue rarísimo, si salías a la montaña y caminabas un poco, te morías de calor

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