El ejército y la policía impusieron registros en las calles de Bruselas
Los terroristas de la capital europea pertenecían a la célula del ‘viernes negro’
Herida, tocada, triste, Bruselas intentó ayer volver a la normalidad tras sufrir su peor ataque desde la Segunda Guerra Mundial, el mayor atentado terrorista de su historia y el primero perpetrado por suicidas.
La enorme sensación de vulnerabilidad que deja en una sociedad tan acostumbrada a la libertad como la europea estaba en el ambiente, en las calles del centro de la capital, desiertas de turistas; en el silencio en los metros que, semivacíos, ayer empezaron a circular; en las colas que con resignación se forman en las puertas de las estaciones de tren para que la policía inspeccione el contenido de cada bulto; en las lágrimas vertidas a mediodía en las concentraciones ciudadanas...
Mientras los belgas y la comunidad internacional de Bruselas trataban de recuperar la normalidad, pese a que el país sigue en máxima alerta, la investigación de los atentados permitió poner nombre y rostros a algunos de los responsables de los ataques. Los hallazgos permiten establecer con claridad el vínculo entre los atentados de París del pasado 13 de noviembre y los registrados el martes en el aeropuerto y el metro de Bruselas. Una célula muy amplia, con una tupida red de contactos, pero sólo una.
La policía confirmó ayer que uno de los terroristas suicidas del aeropuerto de Bruselas era Najim Laachroui, un belga de 24 años electromecánico de profesión que recibió entrenamiento terrorista en Siria y que, de acuerdo con las pruebas de ADN, podría ser el fabricante de las bombas de París. Hasta la semana pasada se creía que se llamaba Soufiane Kayal, la falsa identidad bajo la que fue controlado en septiembre del 2015 en la frontera entre Hungría y Austria con Salah Abdeslam y Mohamed Belkaïd, la persona abatida por la policía el martes 15 en un piso de Forest (Bruselas).
Esta operación, realizada por un equipo francobelga, fue clave para todos los acontecimientos posteriores. La policía halló rastros de ADN de Abdeslam en un vaso, lo que llevó a pensar que era una de las dos personas huidas. Al verse al descubierto, hizo una llamada desesperada a una conocida familia yihadista de Molenbeek que estaba vigilada; el viernes, un pedido inusualmente grande de pizzas llevó a la policía hasta su guarida.
Crece la sospecha de que su arresto precipitó los ataques. Así lo indica el testimonio que dejó escrito Ibrahim el Bakraoui, el segundo terrorista suicida del aeropuerto identificado oficialmente ayer, en un ordenador encontrado en una papelera del barrio de Schaerbeek: “Declaró estar ‘en la precipitación’, ‘no saber qué más hacer’, ‘estar buscado en todas partes’, ‘ya no sentirse seguro’ y que ‘si se eternizan, corren el riesgo de terminar en una celda’ a su lado” (por Abdeslam), explicó ayer el fiscal Frederic Van Leeuw. La participación de Ibrahim el Bakraoui reafirma los vínculos con París: él alquiló, bajo una falsa identidad, el piso de Forest.
Ibrahim el Bakraoui había sido condenado a varios años de prisión tras disparar con un kaláshnikov a los policías que le perseguían por el atraco a una oficina de cambio. Los hechos se produjeron en el centro de Bruselas, a plena luz del día, en el 2010: a pesar de su nivel de violencia, fueron calificados de meros sucesos por las autoridades locales. Su hermano Khalid, identificado
ayer como el terrorista suicida del metro, había sido condenado por robos de coches, perpetrados también con armas automáticas.
Su caso ilustra la magnitud del desafío al que se enfrenta Bélgica: delincuentes comunes que en un momento dado se pasan al terrorismo y se adhieren a la causa del Estado Islámico. La gestión de la amenaza terrorista y el fenómeno del
yihadismo autóctono en Bélgica vuelve a ser objeto de polémica. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, apuntó descaradamente a su supuesta ineficiencia al anunciar que su país detuvo y deportó a Bélgica, en junio del 2015, a uno de los autores del atentado, Ibrahim el Bakraoui, cuando intentaba pasar a Siria: “Pese a nuestras advertencias de que era un combatiente extran-
jero, Bélgica no pudo determinar sus vínculos con el terrorismo” y “lo dejó libre”. El Gobierno belga rechazó estas acusaciones. El Bakraoui fue deportado a Holanda, no a Bélgica, y como delincuente normal, no terrorista, aseguró el ministro de Justicia, Koen Geens. Es posible que el joven tratara de viajar a Siria a través del país vecino para no dejar pistas. Este fracaso es eu- ropeo: sólo tras los ataques de París los gobiernos de la UE acordaron compartir este tipo de información sobre pasajeros. “El problema está ahí desde hace años. Si los estados miembros hubieran aplicado los planes que aprobamos entonces (tras el 13N), hoy no estaríamos como estamos”, criticó Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, en una intervención junto al premier francés, Manuel Valls, que pidió crear “una Unión de la seguridad”.
Israel tampoco escatimó las críticas: “Mientras en Bélgica sigan dedicándose a comer chocolate y disfrutar de la vida en lugar de darse cuenta de que gran parte de los musulmanes de allí organizan actos terroristas, no serán capaces de enfrentarse a ellos”, lanzó Israël Katz, ministro de los Servicios de Inteligencia. Varios dirigentes belgas tildaron de injustas e indecentes las acusaciones. “Cuando te enfrentas a personas dispuestas a morir para matar a otras personas, estamos ante algo muy difícil de impedir. Honestamente, creo que decir que podría haberse evitado es muy simple”, intercedió Gilles de Kerchove, coordinador europeo (y belga) de lucha antiterrorista.
Estos debates, la identificación de los terroristas o el papel del Estado Islámico dejan fríos a quienes vivieron de cerca los ataques. “No me aporta nada”, afirma Maud Vanwalleghem. El martes se bajó en la estación de Maalbeek y subió apresurada a la oficina –en la sede del partido belga CD&V, justo encima del metro–, conmocionada por la noticia del atentado en el aeropuerto. Minutos después, todo tembló. Evacuaron el edificio pero en cuanto vieron salir a los heridos lo reabrieron para intentar atenderlos. Vio caras y cuerpos quemados, desfigurados, pedazos de piel y carne...
Llegó una madre con un niño en brazos. “Él estaba todo lleno de polvo. Ella sangraba fuertemente pero el niño estaba, por suerte, ileso. Los pusimos a un lado y entonces preguntó: ‘Mamá, ¿puedo abrir ya los ojos?’”, oyó otro trabajador del CD&V, Orry Van De Wauwer. “Ni idea de por qué su madre le había pedido que los cerrara. ¿Por el polvo, o para que no viera las imágenes?”, ha contado Van De Wauwer en De Standaard. “Los servicios médicos por desgracia tardaron en llegar, estaban todos en el aeropuerto”. Dos de las personas a las que asistieron murieron poco después. “El viernes iré a trabajar, es lo mejor, volver a la rutina, dice Vanwalleghem poco convencida.
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