Entre la ira y la resignación
Pocos días antes de los atentados yihadistas de Bruselas, un veterano agente israelí especializado en contraterrorismo me dijo que nunca habría paz con los palestinos, que Israel nunca se vería libre del terrorismo ni de las amenazas exteriores. “Siempre hemos vivido con este peligro y estamos acostumbrados. Es cotidiano, inevitable”. Tomábamos un café a media tarde en la azotea de un hotel del paseo de Gracia de Barcelona. El agente hablaba sin emoción, con pragmatismo. “Deberíamos tener a alguien con quien negociar en el bando palestino. El presidente Abas ya no puede llegar a ningún compromiso. Barguti sí. Es el más carismático de los líderes palestinos pero cumple condena en una prisión israelí”.
Cuando a un conflicto lo despojas de los agravios históricos, lo aislas de los oportunismos políticos y lo liberas de las muertes que nunca podrás revertir, queda un esqueleto bastante simple de manejar. En el conflicto entre Israel y Palestina es paz a cambio de territorios. Así ha sido desde el primer día hace más de 60 años.
A medias del segundo café, el agente israelí saltó de Oriente Medio al terrorismo yihadista en Europa. “Los europeos tampoco podrán librarse ya del peso de convivir con la amenaza –dijo–. Aunque el Estado Islámico pierda el territorio que ocupa en Iraq y Siria, aunque Al Qaeda pierda sus bases en Yemen y el Sahel, estas organizaciones, pilares del terrorismo internacional, no perderán su capacidad de seducir a jóvenes europeos, musulmanes de los suburbios que encontrarán en el islam una razón de ser, un motivo para matar”.
Esta semana los europeos hemos revivido el trauma de los atentados yihadistas, un tránsito que va de la ira a la resignación, de las ganas de venganza a la certeza de que no serán los últimos.
Los israelíes han encontrado un equilibrio entre la ira y la resignación que les permite resistir. “Hemos encontrado la manera de protegernos –asegura el agente–. No es infalible pero minimiza los efectos del terrorismo. Nos permite vivir con una relativa tranquilidad”.
Los europeos no conocemos a nuestros enemigos tan bien como los israelíes a los suyos. Viven entre nosotros, hablan nuestros idiomas, han ido a nuestras escuelas y son unos desconocidos porque nunca les hemos tendido la mano. Nos dan miedo aunque bailen nuestras canciones y se enganchen a nuestras series de televisión. Creemos que son más de los que son, que están más radicalizados de lo que están, que sus costumbres son bárbaras y nunca se adaptarán. De hecho, la mayoría de ellos no viven entre nosotros. Viven en suburbios marginados, donde la espiral de pobreza, educación deficiente y violencia levanta un muro casi imposible de salvar. La prensa ha hablado extensamente de estos barrios, que ahora han quedado estigmatizados para siempre.
La reacción mediática alimenta la reacción política, que a su vez alimenta el terror. Francia mantiene el estado de emergencia desde los atentados de París del 13 de noviembre. Registros y detenciones son posibles sin orden judicial. La ciudadanía ya no es un derecho inalienable. El radical puede perderla si se convierte en terrorista.
Los jóvenes radicalizados entienden que Francia, Bélgica o cualquier otro país, no es su patria. No se sienten musulmanes europeos y abrazan el salafismo yihadista. Lo aprenden en mezquitas con imanes que no hablan nuestras lenguas. Sienten que forman parte de un proletariado religioso, que son víctimas de la islamofobia y el colonialismo.
Lo explica Gilles Kepel en su último libro – Terror en el Hexágono. La génesis del yihadismo francés–, una crónica que arranca en octubre del 2005, cuando el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, calentando motores para asaltar el Elíseo, se dejó caer por La Courneuve, un arrabal de París de mayoría musulmana. En lugar de hablar a los vecinos lo hizo a los electores del Frente Nacional. Dijo que iba a utilizar un Karcher para limpiar las ciudades de delincuentes. Cuatro meses después dos chavales murieron electrocutados en Clichy-sous-Bois mientras huían de la policía. No habían cometido ningún delito pero tenían miedo de los agentes. La ira popular se extendió a otros barrios de Francia y nada volvió a ser lo mismo. Estos disturbios, según Kepel ofrecieron una nueva conciencia política a los jóvenes musulmanes franceses. No se preocuparon en luchar contra el Frente Nacional pero sí en denunciar los bombardeos israelíes de Gaza. No sentían que les correspondía cambiar Francia sino luchar contra las injusticias que sufrían los musulmanes en todo el mundo. El yihadismo internacional era una salida natural.
El enemigo de estos jóvenes radicalizados eran los blancos empobrecidos que abrazaban la bandera y la religión para defender la patria de los inmigrantes, es decir, de todos los musulmanes, aunque llevaran décadas viviendo en Francia y fueran ciudadanos de pleno derecho. La situación en Bélgica es muy parecida. También en el resto de Europa. Lo demuestra el auge de la extrema derecha.
Reforzar la lucha contra el terrorismo, invertir más en programas de desradicalización, especialmente en las prisiones, poner más recursos para acabar con la marginación de los suburbios musulmanes –educación, vivienda, empleo– son soluciones a largo plazo que por sí solas tampoco evitarán más atentados. “El problema de Europa –me explicó el agente israelí– es que no puede cambiar paz por territorios”.
Un agente israelí considera que Europa debe aprender a convivir con la amenaza permanente del terror