Fallos imperdonables
Un día antes de los atentados del 13 de noviembre del año pasado en París, cuarenta y tres personas murieron en Burj el Brajne, un barrio popular de Beirut de mayoría chií, controlado por Hizbulah en una operación terrorista de dos suicidas del Estado Islámico (EI). Esta capital árabe ha sido martirizada desde hace años por los servidores del Terror, sin despertar sin embargo una gran reprobación internacional. Hay pueblos condenados cuyo destino escapa a su voluntad.
En un comunicado sobre los atentados de Bruselas, Hizbulah, que hace la guerra al EI en Siria, exponiéndose a sus represalias en tierra libanesa, ha acusado a las grandes potencias que siguen apoyando y protegiendo a estados que apadrinan el terrorismo, y considera que “el fuego declarado ahora en Europa es el mismo que devora a Siria, atizado por gobiernos de la región”.
Comentaristas libaneses de prensa han escrito sobre la “selva de los servicios de inteligencia” en Europa, criticando su falta de coordinación y su “increíble ineficacia”, y se preguntan cómo ha sido posible que el Gobierno belga no estuviese al corriente de las maquinaciones de los yihadistas en Molenbeek.
Los regímenes orientales siempre se han mantenido gracias a las fuerzas armadas y a sus servicios de inteligencia, omnipresentes por ejemplo en Siria, pero sin los que tampoco el Sha de Persia, Gamal Abdel Naser, Sadam Husein o Yasir Arafat hubiesen podido gobernar. Tuvieron que contar con su acción, a menudo represiva y sin escrúpulos. Es imposible comprender la historia de estas últimas décadas en Oriente Medio sin la sórdida y subterránea labor de servicios de inteli- gencia regionales e internacionales.
Este drama del terrorismo lo sufren, en primer lugar, los habitantes de los pueblos árabes, musulmanes. Sus orígenes se remontan a las guerras de Afganistán e Iraq.
Los sucesivos fracasos de las políticas occidentales en Oriente Medio, en este tiempo de las llamadas “primaveras árabes”, apoyando a los grupos rebeldes, originariamente de aspiraciones democráticas, contra las dictaduras militares, y ayudando a los movimientos de naturaleza islámica en la conquista del poder, han provocado el caos y han desmantelado sistemas de control policíaco y de seguridad. Embajadores, antes en Bagdad, después en Damasco, advirtieron sobre los peligros de las aventuras belicistas, por sus consecuencias internas y externas. Los pueblos de una y otra orilla del Mediterráneo pechan con los imperdonables errores de sus gobernantes.
Yihadistas encolerizados por los bombardeos contra sus bases en Siria se vengan en Europa. La guerra contra el EI no es sólo militar sino ideológica y hará falta largo tiempo y voluntad probada para ganarla. Uno de sus primeros objetivos debería ser neutralizar a los terroristas europeos enzarzados en la guerra de Siria, principal origen de este descalabro internacional.
Ningún gobierno europeo ha querido romper sus relaciones diplomáticas con las monarquías árabes que patrocinan el Terror. Ni tan siquiera han tomado la decisión de pura fórmula de llamar a sus embajadores “a consultas”. Es necesaria una tajante voluntad política para derrotar al Estado Islámico.