Manolo o la teoría de las cerezas
Cuando ves una cereza, debes cogerla aunque esté pocha, pasada o tenga mal aspecto, porque una cereza casi siempre lleva enganchadas otras por el pedúnculo, y alguna será buena. Me vino a la cabeza este pensamiento, siempre recurrente, mientras leía Els ponts trencats, autobiografía-crónica escrita por Manuel Milián Mestre, morellano de 1943, hijo de una familia de comerciantes y ganaderos partida por la guerra; que pasó su niñez con un tío sacerdote –Manuel Milián Boix– en El Perelló, donde recibió el influjo de un maestro catalanista represaliado –Amadeu Pallarés–; que permaneció diez años en el seminario de Tortosa –al que reconoce deber el núcleo de su formación–, y que, al colgar la sotana, se marchó a Barcelona. Se licenció en Letras, pero “la universidad no me aportó nada nuevo; sólo repintó las paredes de lo que yo había aprendido en el seminario”.
En setiembre de 1965, conoció casualmente en Morella a Joaquín Buxó Montesinos, “poeta entrañable, romántico y algo alocado en su bohemia”. Por Buxó se relacionó luego con el abogado Pedro Penalva y, por medio de este, con José-María Hernández Pardos, director de El Noticiero Universal, con el que intimó, a lo que contribuyó, además de las cualidades de Manolo y la generosidad de Hernández, el hecho de que este hubiese vivido de chico en Iglesuela del Cid, cerca de Morella. Hernández fue decisivo en la vida de Milián: “Yo publicaba cada semana en el diario” y, además, “me introdujo en la sociedad catalana, me presentó grandes empresarios”, entre ellos a varios con los que trabajó sucesivamente durante años. Primero, Eduardo Tarragona, al que recuerda como precursor de la tercera vía y de un cierto populismo expresado en el lema de su campaña a las elecciones a procurador en Cortes: “Al pa, pa i al vi, vi”. Luego, Félix Estrada Saladich –Muebles La Fábrica–, que le inició en las relaciones públicas y le introdujo en el mundo del arte. Y, por último, Josep-Maria Santacreu, con el que ha mantenido una larga relación, y a través del cual conoció a Manuel Fraga Iribarne, personaje central en la vida de Manolo. También de modo casual, cenando en Vinaròs con un amigo apellidado Fabregat, este le presentó a Concha Alós y a Baltasar Porcel, con el que entabló una amistad de años, luego amortiguada, que fue determinante, según Manolo, para “la asunción plena de la realidad catalana”. Es la teoría de las cerezas. Lo que no quiere decir que Manolo no hubiese encontrado otras en defecto de estas. Quien busca encuentra.
Es posible que un libro centrado en estos personajes y ceñido a la década 19651975 hubiese sido interesantísimo, pero Manolo ha preferido dedicar más de la mitad de su obra a narrar sus posteriores actividades políticas, varias de ellas vinculadas a la carrera de Fraga. Así: 1) El intento fallido de una democracia cristiana española, abortada por el cardenal Tarancón. 2) La fundación de Prisa y del diario El País, hasta que se le fue de las manos a Fraga. 3) La génesis del Partido Popular, cuando Fraga –eligiendo mal como siempre a las personas– optó por apoyarse en la gente de Fedisa –continuistas “hijos y nietos de las familias franquistas más distinguidas”– y marginó a la gente de Godsa –reformistas de clase de tropa–, que era de verdad su gente. 4) El retorno de Josep Tarradellas, cuya prehistoria es anterior al informe –decisivo– del general Cassinello, por lo que algunas medallas autootorgadas carecen de fundamento. 5) La operación Fomento de 1980, por la que el establishment catalán puso toda la carne en el asador –y fue mucha chicha– para evitar el triunfo de la izquierda en las primeras elecciones autonómicas catalanas y dar la presidencia de la Generalitat a Jordi Pujol. 6) El pacto del Majestic, por el que la derecha española posfranquista “pactó solemnemente por primera vez con el catalanismo moderado mayoritario”, acordando la supresión de los gobernadores civiles, el despliegue de la Policía Autonómica, el repliegue de la Guardia Civil y una mejora de las inversiones del Estado en Catalunya, sin lograr en cambio, pese a los deseos de Aznar, ha-
Manuel Milián no ha tenido vocación de protagonista; ha querido ‘estar en la pomada’ e influir, y lo ha conseguido
cer ministros a Miquel Roca y a Duran Lleida.
No cabe entrar en detalles. Pero la lectura de uno cualquiera de los cuatro últimos temas justifica el libro. Todos están escritos con el mismo espíritu. Milián dice de sí mismo que por su nacimiento “en tierra de bisagras y fronteras, Els Ports de Morella, he sentido el grito de la incomprensión histórica entre Catalunya y España”, y lo ha sentido desde su perspectiva, que es la de “un revisionista moderado hijo del catolicismo”. Lo ha intentado y cree que ha perdido. Pero seguirá, porque es lo que le gusta. Pío Baroja escribió, después de pasar por Morella, La venta de Mirambel y Los confidentes audaces. Manolo Milián podría haber sido un personaje de estas novelas: es como Avinareta, un Avinareta del siglo XX, en versión mediterránea. No ha tenido vocación de protagonista. Ha querido ‘estar en la pomada’ e influir. Y lo ha conseguido.