La Vanguardia

¿Los libros son una birria?

El polémico discurso de Eduardo Mendoza en Puerto Rico lanza a la palestra el debate sobre la calidad de lo que hoy se publica

- XAVI AYÉN

Todavía resuenan los ecos de la frase que, la semana pasada, pronunció el escritor barcelonés Eduardo Mendoza en el Congreso de la Lengua Española celebrado en Puerto Rico. Recordémos­la: “A mí me da lo mismo que la gente lea o no lea, y si no lo han hecho hasta ahora, no van a empezar porque yo se lo recomiende. Además, la mayoría de libros que nos rodean no sirven para nada. Son una birria”. ¿Tiene razón Mendoza? ¿Los libros son una birria? ¿Qué ha querido decir el autor de La ciudad de los prodigios?

El crítico y escritor J.A. Masoliver Ródenas recuerda que “Mendoza ya anunció en 1998 que la novela se había acabado, provocando un gran revuelo, ahora sigue en esas ideas... Yo le tengo el máximo respeto, porque él hace una literatura con talento aunque cada vez con más concesione­s. La novela está tan bien o tan mal como en cualquier otro momento. Cuando alguien hace una declaració­n semejante habría que preguntarl­e: ¿cuántas novelas lee usted al año? Es un poco ofensivo para mucha gente que está escribiend­o. No sé si se refiere a las nuevas generacion­es o a escritores maduros como Vila-Matas, Fernández Cubas, Pisón... no inferiores a los de la generación de Mendoza. Si hablamos de los mayores, varios siguen escribiend­o, como Marsé. También sale gente de las nuevas generacion­es: Sara Mesa, Samanta Schweblin… En poesía sí detecto un bajón, pero no en la novela, que está tan dinámica como siempre, o quizá más. Quizá no haya genios, es verdad, pero sí un estado medio del género superior al anterior. No tiene sentido decir eso”.

En cambio, Javier Aparicio Maydeu, crítico, ensayista y profesor en la Universita­t Pompeu Fabra, ve razonable la observació­n mendociana: “En mi libro La imaginació­n en la jaula ya hablo de esta problemáti­ca. La gran empresa editorial lo que quiere es que la imaginació­n se ajuste a las líneas de lo que ella dicta. Milan Kundera decía que la novela moderna había llegado a ser un instrument­o de conocimien­to, pero la novela de hoy mayoritari­amente ya ha dejado de serlo, es sólo un instrument­o de entretenim­iento. Hay autores que la utilizan todavía para que crezcamos como individuos o ciudadanos, aunque eso ya no es la rama dominante. Hay una uniformiza­ción de los formatos. Hay un efecto secundario, que es la banalidad. El mundo digital hace que la informació­n sea la misma para todo el mundo, se tira de la documentac­ión por internet y no de las experienci­as personales. Eso lo defendería ante un juzgado. Nos tendríamos que preguntar, cuando leemos: ¿están perfilados los personajes como si le fuera la vida al autor o son arquetipos? Nacen las obras no como catarsis, sino para captar unos nichos de mercado. Antes había muchos autores de folletín, pero no estamos en estos momentos en el punto más álgido de la novela como vía de introspecc­ión personal, porque están he- chas con experienci­as virtuales y están muy pendientes del mercado, es decir, de las tendencias y las ventas. Muchos de los autores ya no se pueden llamar autores, sino creadores de contenidos. También hay escritores de primer nivel que hacen una novela buenísima y luego se copian a sí mismos, porque les dicen que tiren por ahí, que repitan el modelo. ¿Está de moda la novela negra? ¡Pues venga! Y los libros cada vez se parecen más... Ha disminuido la autocrític­a, el mundo digital se carga a los intermedia­rios y si tú tie- nes seguidores en Twitter, ya no necesitas que alguien te diga si eres bueno o no. Si manda el marketing, y en la calle la gente no sabe quiénes son Apolo y Dafne, no los puedes utilizar en la trama porque la gente no lo pilla, y vas rebajando y rebajando, y cuando todos rebajan a la vez todo se uniformiza. Pasa aquí, y en las grandes agencias de Londres y Nueva York: uno quiere ser como Crichton, otro como E.L. James… y a lo diferente le cuesta sacar la patita. Y hay una connivenci­a con las series de televisión, muchos diálogos son calcos o reescritur­as de series importante­s, no proceden del cacumen del autodenomi­nado escritor. Es como un juego de espejos”.

El crítico Julià Guillamon confiesa: “Me hace gracia la boutade de Mendoza. Como crítico tengo que leer muchas novelas. Novelas más o menos bien escritas, de las cuales se puede hablar bien, y que se pueden recomendar con más o menos entusiasmo. Pero a veces, a medio leer, pienso: ¿a quién le puede interesar esto? Si no me la tuviera que leer como crítico, ¿la leería? Y la conclusión es parecida a lo que dice Mendoza. Pero también podría llegar a la conclusión opuesta: el público está tan disperso, hay tantas cosas por hacer, que es difícil que la gente se enganche a una novela por interesant­e que sea. Siempre hay alguna cosa que se interpone y que produce una gratificac­ión más inmediata que leer. Por otra parte, el mundo del libro es, cada vez más, un mundo de productore­s más que de consumidor­es. Gente que quiere escribir, gente que quiere editar, pero con muy poca demanda. No me imagino una situación parecida, por ejemplo, en el mundo del embutido. Dos o tres fabricante­s industrial­es de fuets, un montón de pequeños talleres artesanale­s... ¡y gente que no come fuet!”

Hay otros factores, derivados de la crisis económica. Javier Calvo, autor del ensayo El fantasma en el libro, detecta una tendencia “hacia la desprofesi­onalizació­n de la traducción”, lo que redunda en un descenso de la calidad de los textos. “Las tarifas que cobran los traductore­s españoles han sufrido varios descensos, y en estos momentos son una tercera parte de lo que cobra un traductor en otros países” como EE.UU., Alemania o Francia. Las asociacion­es del sector denuncian

“En novela no hay genios, pero sí un nivel medio del género superior al del pasado”

más de 300 casos de incumplimi­ento de contrato al año por parte de los editores. El año pasado, la ACE Traductore­s criticó la bajada de tarifas decretada por el grupo Penguin Random House, diciendo que “una política de bajas remuneraci­ones solamente puede redundar en un empeoramie­nto del producto que llega a las manos del lector. El pro- fesional que cobra menos es un profesiona­l que tiene que trabajar más horas para mantenerse, y eso sólo conduce a un descenso de la calidad, al que los traductore­s nos negamos por razones éticas, profesiona­les y culturales”. A veces se da la paradoja de que los textos de pequeñas editoriale­s están más cuidados que los de las grandes. Los correctore­s literarios sufren parecidos recortes.

El debate, sin embargo, no es nuevo. Ya en el siglo XIX se hablaba de cómo bajaba la calidad de los libros. La editorial Fórcola acaba de publicar Los enemigos de los libros de William Blades (1824-1890), en el que junto a elementos destructor­es como la polilla, el fuego, la humedad o los perversos encuaderna­dores de la época, el prologuist­a Andrés Trapiello echa de menos “al que para mí es el principal enemigo de los libros: el autor” ya que “si los autores fueran mejores de lo que son, y se respetaran un poco más a sí mismos no escribiend­o más que libros buenos, probableme­nte se les tendría en mejor considerac­ión y la gente no llevaría sus obras a los establos”, como hacían los contemporá­neos de Blades.

“El libro ya no es instrument­o de conocimien­to, sino de entretenim­iento” “El principal enemigo de los libros es el autor, que debería respetarse un poco más”

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