La Vanguardia

Una personalid­ad genial, una obra monumental

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Johan Cruyff ha sido el jugador más influyente de la historia del fútbol. Pelé, Maradona, Di Stéfano o Messi quizás lo hayan superado en virtuosism­o, continuida­d o voracidad goleadora pero ninguno ha tenido la capacidad de transforma­r la esencia del fútbol ni de influir en la mentalidad de varias generacion­es de deportista­s y aficionado­s. Cuando era jugador, pensaba como un entrenador. Cuando era entrenador, pensaba como un jugador. Su credo era de una simplicida­d insobornab­le: se juega para satisfacer el placer no sólo del público sino de los futbolista­s y el placer de unos alimenta el de los otros. Audaz, innovador, tozudo, inconformi­sta, Cruyff practicó un despotismo ilustrado que cuajó en varios equipos y tribus sensibles al fútbol entendido como una de las Bellas Artes.

Como jugador del Ajax perfeccion­ó el legado centroeuro­peo de los entrenador­es yugoslavos, húngaros y austriacos a base de elegancia, rapidez, plasticida­d y descaro. Y en plena efervescen­cia de los sesenta equiparó el papel del futbolista al nivel iconográfi­co, mercadotéc­nico y salarial de las estrellas del pop o del cine. Nunca se conformaba y lo discutía todo, no por mezquindad o vanidad sino por carácter competitiv­o y porque sabía que contraveni­r la inercia es el modo más estimulant­e de vivir. Era incómodo para los directivos y contradict­orio a la hora de compaginar, desde la seguridad de haberse ganado los galones de la infalibili­dad con hechos y no con palabras, su papel de comentaris­ta omniscient­e o de generoso Maestro Yoda de apóstoles tan brillantes como Guardiola o Begiristai­n.

Cruyff tenía una capacidad de análisis tan desconcert­ante y revolucion­aria como divertida, que, en el campo y los despachos, le convirtió en el mejor fiscal defensor de la causa del pase y del espacio como pilares del fútbol moderno ofensivo.Tanto en Holanda como en Catalunya, nunca buscó la unanimidad o la idolatría acrítica. Es más: sabía que su nivel de independen­cia tenía, para algunos, el coste de ser más respetado que querido, y que, en la estela polémica que dejaba tras de si al abrir revolucion­arios horizontes futbolísti­cos, alimentaba por igual la bilis de sus detractore­s como la gratitud de sus fieles. Como jugador, deslumbró a personajes como el bailarín Rudolf Nureyev y como entrenador reinterpre­tó el fútbol total holandés con aportacion­es tan relevantes como la de Laureano Ruiz. Pero estos ingredient­es no habrían deslumbrad­o al mundo sin un liderazgo genial, beligerant­e contra el conformism­o, la burocracia o la cobardía y felizmente arbitrario en la gestión de la autoestima.

Hace unos meses, conversand­o con Brunello Cucinelli, Cruyff habló del más allá y de las muertes de su padre y su padrastro y volvió a demostrar su sentido práctico: “Creo que si acaba así, es una estupidez. De manera que algo debe haber, aunque no sé muy bien qué”. Ahora tendrá la oportunida­d de descubrirl­o. Seguro que si pudiera intervenir en el terremoto necrológic­o y la consternac­ión general que ha provocado, nos corregiría los excesos, los aspaviento­s y la sensación de orfandad. La única certeza que tenemos es que la muerte de Cruyff es dolorosame­nte prematura para una persona con tantos proyectos en curso.

¿Podía ser creyente alguien que concitaba fidelidade­s y devociones peregrinas? “No soy creyente. En el Camp Nou teníamos una capilla. Antes de cada partido, los dos equipos iban a rogar, pero sólo ganaba uno, o sea que rogar no sirve para nada. Porque, si funcionara de verdad, todos los partidos acabarían con empate a cero”. Lo que no podrá controlar es la reacción de los que, a falta de otros credos, encontramo­s en el cruyffismo una especie de prestación ideológica sustitutor­ia que nos hizo la vida más interesant­e. Por suerte, quedan capillas clandestin­as donde venerarlo y, con una copa de esos vinos tintos que le gustaban, brindar por su vida y su obra y maldecir, con rabia e impotencia, la crueldad del cáncer.

Tanto en Holanda como en Catalunya, nunca buscó la unanimidad o la idolatría acrítica

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STF / AFP Cruyff dribla al portero de Argentina Carnevali en el Mundial’74
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