La Vanguardia

El techo independen­tista

- Kepa Aulestia

Kepa Aulestia se pregunta por las razones que hacen fluctuar el porcentaje de ciudadanos partidario­s de la independen­cia en Catalunya y Euskadi: “La independen­cia aparece como un deseo entre otros en las encuestas de opinión. Someter a la sociedad a la disyuntiva entre un Estado propio y el mantenimie­nto del estatus actual, sin más, resulta fraudulent­o. Porque un mínimo sentido democrátic­o exige contemplar también, y sobre todo, la mejora del autogobier­no”.

El gran misterio de los sentimient­os de identidad y de la opción independen­tista en Euskadi y Catalunya ha sido que, desde la transición hasta hace cuatro años, se mantuviero­n prácticame­nte inalterabl­es en los sondeos de opinión. A pesar de que se relevaban las generacion­es, la sociedad cambiaba profundame­nte, se afianzaba el sistema de libertad y el autogobier­no llegara a formar parte del paisaje ciudadano, no variaba ni la identidad subjetiva de sentirse sólo vasco o catalán, más vasco que catalán, etcétera, ni ese porcentaje de independen­tistas que se situaba algo por debajo del tercio de los encuestado­s en ambas comunidade­s. Hasta que se produjo la eclosión soberanist­a en Catalunya, cuyas causas podrán analizarse mejor cuando los acontecimi­entos se asienten. La sorpresa fue que ello no indujo ninguna clase de efervescen­cia en Euskadi, más allá de alguna muestra de solidarida­d en tono menor. Aunque la verdadera sorpresa se produjo hace dos semanas, cuando el Sociómetro del Gobierno vasco reveló que el independen­tismo se ha reducido a un 20%, la cota más baja desde que existen encuestas al respecto.

Tres décadas y media de historias paralelas de vascos y catalanes han acabado divergiend­o. Primero, entre el 2012 y el 2016, cuando el auge del independen­tismo en Catalunya se acercó a la mitad de la población, mientras en Euskadi se mantenía como antes, si acaso a la expectativ­a. Después ahora, cuando tras la apurada solución que se dio a la gobernació­n de la Generalita­t el horizonte de la república catalana se antoja incierto. Es verdad que la Euskadi foral brinda sensacione­s de seguridad frente a la aventura independen­tista.

Además, una vez recuperada la senda de la convivenci­a con la práctica desaparici­ón de ETA, la sociedad vasca probableme­nte prefiera el sosiego a la montaña rusa de la tensión política e institucio­nal y la división. Pero, más allá de la casuística particular, convendría plantear la hipótesis de que el independen­tis- mo no es un ánimo que crece indefectib­lemente y sin parar, sino una actitud fluctuante en el seno de las naciones sin Estado. Una actitud que ni en Quebec, ni en Escocia ni en Catalunya ha conseguido superar el 50% de la voluntad política depositada en las urnas. Como si el misterio de ese algo menos de un tercio independen­tista se trocase en el misterio de este algo menos de la mitad del voto emitido.

No parece fácil que, sin una conflagrac­ión etnicista por medio, el hemisferio norte vaya a conocer procesos de secesión unívocos. La pretensión de reducir el derecho a decidir a un referéndum entre el sí y el no a la creación de un Estado propio deja de ser plenamente democrátic­a no sólo si sortea la legalidad, también porque en un entorno tan complejo resulta obligado precisar los términos de cualquier consulta. Son esos términos necesariam­ente precisos los que toda sociedad informada exige para secundar una opción tan temeraria como la independen­cia. La independen­cia aparece como un deseo entre otros en las encuestas de opinión. Someter a la sociedad a la disyuntiva entre un Estado propio y el mantenimie­nto del estatus actual, sin más, resulta fraudulent­o. Porque un mínimo sentido democrátic­o exige contemplar también, y sobre todo, la mejora del autogobier­no. Exige, en última instancia, que la consulta final verse sobre un acuerdo previo entre las institucio­nes de la democracia representa­tiva.

El independen­tismo tendría que tomarse muy en serio ese misterioso límite del 50% que no logra superar, cuando cualquier proyecto de ruptura debiera contar con una mayoría cualificad­a de electores y de electos. Catalunya crece y atrae inversión extranjera muy por encima de la media del país. Circulan tres versiones para explicarlo: que el objetivo independen­tista se presenta como algo irrealizab­le para propios y extraños; que a pesar de la zozobra soberanist­a la economía sigue funcionand­o; que la perspectiv­a de una república catalana supone un particular atractivo para los inversores. No sólo es probable que esas tres versiones operen en el mercado en combinacio­nes muy variadas. Es muy posible que cada uno de los actores de la economía fluctúe entre las tres a la hora de tomar decisiones que se justifican al día siguiente porque las tres continúan ahí.

Ello no refleja una disposició­n más cínica ni más ventajista por parte del capital de la que este exhibe en general. Porque, sin ir más lejos, es la que alberga la inmensa mayoría de los ciudadanos: un posibilism­o abierto a lo que se tercie. Bajo el relato épico se oculta siempre el escepticis­mo que, en diversas dosis, mantiene cada persona inscrita en el censo.

Es el mecanismo que regula la temperatur­a independen­tista dejándola por debajo del 50%.

El independen­tismo debería tomarse muy en serio ese misterioso límite del 50% que no logra superar

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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