¿Vale la pena escribir?
Releí en la pasada Semana Santa Cuatro historias de la República, una compilación de artículos de cuatro periodistas de referencia –Camba, Gaziel, Pla y Chaves Nogales– sobre aquella etapa fallida de la historia de España. De aquella edición (Destino, 2003), a cargo de Xavier Pericay, rescato unas reflexiones de Agustí Calvet Gaziel en este diario que son aleccionadoras en el momento presente. Gaziel pasó del escepticismo inicial –“yo creo mucho en los hechos, un poco en los hombres, nada en las palabras”– al pesimismo, a medida que los hechos –siempre los hechos– iban erosionando los pilares del frágil edificio de la España republicana.
El diagnóstico de Gaziel se resume en su artículo “República y autonomía. La piedra de toque” ( La Vanguardia, 22/IV/1932), con la Constitución republicana y el Estatuto como trasfondo: “El gran problema de ahora –no el problema de Cataluña, como se suele decir erróneamente, sino el problema de España, de toda España, e incluso de toda la Península– es ver si Castilla, que renunció demasiado tardíamente, y por lo tanto catastróficamente, a su quimera colonial y a su quimera europea, sabe renunciar a tiempo, para bien de todos, a su tercera y última quimera, la del uniformismo peninsular, facilitando así la posibilidad de una nueva y fecunda estructuración hispánica (…) Algunos catalanes, desilusionados antes de comenzar, dicen que ya no es posible y que la cosa no tiene remedio (…) Muchos castellanos, y no del
Hoy tenemos el paraguas de la Unión Europea y podemos permitirnos el lujo de la irresponsabilidad
montón, creen también que eso del Estatuto de Cataluña es una especie de broma pesada (…) Ambas posiciones son falsas. Las constituciones se hacen para los pueblos, y no los pueblos para las constituciones”.
Los hechos –siempre los hechos– se encargaron de cercenar las esperanzas de Gaziel: la involución del bienio conservador y la réplica, en clave de huida hacia delante, del 6 de octubre de 1934. “La Iberia de Gaziel ya no era más que una nueva Atlántida”, escribe Pericay. Ahora, en horas mucho menos convulsas que aquellas, la falta de liderazgos y la lógica frentista, así en Madrid como en Barcelona, minan también las esperanzas. El resultado del 20-D invitaba a poner al día la Constitución: una segunda transición, imposible de emprender sin el concurso del PP, que tiene la minoría de bloqueo en el Congreso (un tercio de los 350 escaños), con una ponencia constitucional y un gobierno de gestión. Una vez acabada la tarea, como prevé la Constitución, hubiese sido la hora de aprobar la reforma, convocar elecciones, proceder a su ratificación y someterla a referéndum.
Estamos lejos de este escenario. Los hechos –siempre los hechos– sitúan las fuerzas reformistas de cada bando en minoría frente al inmovilismo de unos y el rupturismo de otros. De la misma manera que la deconstrucción del consenso catalanista en Catalunya ha acabado volviéndose contra el soberanismo reformista. La única –y abismal– diferencia con el periodo republicano es que hoy tenemos el paraguas de la Unión Europea y podemos permitirnos el lujo de la irresponsabilidad. Llegados a ese punto, me pregunto a menudo, como hizo Gaziel en 1935: ¿vale la pena seguir escribiendo?