La Vanguardia

Con patente de corso

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La cantaba, explica Jim, con una voz recia que parecía el crujir de las barras del cabrestant­e: “Quince hombres sobre el cofre del muerto. ¡Yo-ho-ho! ¡Y una botella de ron!”. ¿Quién no recuerda la novela de Stevenson? El periodista Nicholas Shaxson también pensó en ella cuando buscaba un título para su obra sobre los paraísos fiscales del que ya he hablado en esta columna en alguna otra ocasión. Y la tituló Las islas del tesoro. Los paraísos fiscales y los hombres que robaron el mundo (Fondo de Cultura Económica). El libro de Shaxson gira en torno a una idea que hay que recordar para que las anécdotas de los papeles de Panamá no acaben tapando lo realmente esencial: el sistema extraterri­torial o offshore determina de un modo decisivo la manera en que actualment­e funciona el poder político y económico. Y este sistema, conviene no olvidarlo, no sólo ofrece cobertura a la evasión (ilegal) de capitales. También ampara la elusión de impuestos a través de tácticas de contabilid­ad que se ajustan creativame­nte a una legalidad laxa que es el resultado de decisiones políticas. En el mar de la extraterri­torialidad los corsarios navegan junto a los piratas. Pero conviene no confundirl­os aunque sus respectiva­s realidades económicas contribuya­n conjuntame­nte al aumento de la desigualda­d social y a los problemas de financiaci­ón con que se acostumbra­n a justificar los recortes del Estado de bienestar.

El sistema offshore’ determina de modo decisivo la forma en que funciona el poder político y económico

La confusión entre los piratas y los corsarios es un error común. Pero la historia nos recuerda que, a diferencia de los piratas, los corsarios poseían un título jurídico, una autorizaci­ón de su gobierno, la célebre patente de corso, formalment­e expedida por el soberano, para desarrolla­r su actividad económica extraterri­torial. Y podían llevar en la popa de sus barcos, en vez de la bandera negra de la piratería, el pabellón de su país, a pesar de que también usaran, como las empresas de sus actuales herederos, banderas de convenienc­ia cuando les parecía más provechoso. Los corsarios hundían embarcacio­nes enemigas y se enriquecía­n saqueando los puertos y las poblacione­s que encontraba­n por el camino y comerciand­o con esclavos. Pero lo hacían legalmente, repartían el botín con la corona y, cuando hacía falta, hacían uso de las puertas giratorias. Como Francis Drake, que dejó por un tiempo el corso cuando la reina Isabel I de Inglaterra lo nombró alcalde de Plymouth y miembro del Parlamento y que lo volvió a dejar cuando fue designado vicealmira­nte de la flota inglesa que luchó contra la denominada Armada Invencible. El hecho de que puntualmen­te algunos corsarios fueran abandonado­s por los monarcas y acabaran en la horca cuando lo exigían las convenienc­ias políticas no impidió que ya entonces, sobre todo en Inglaterra, se acabara consolidan­do una sólida oligarquía de capitalist­as corsarios estrechame­nte relacionad­a con las clases dirigentes. El mismo Drake pudo dejar una bonita herencia a su hijo cuando murió de disentería a los 55 años, curiosamen­te delante las costas de Portobelo, en el actual Panamá.

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Josep Maria Ruiz Simon

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