La Vanguardia

¿Gobierno del cambio?

-

Después de la última reunión con el líder de Podemos, el secretario general del PSOE declaró que “estamos más cerca del gobierno del cambio que de repetir las elecciones”. La expresión gobierno del cambio aparece como título de un artículo de Iglesias de finales de enero, pero en aquel papel es sinónimo de “gobierno plural y progresist­a”. En estos momentos, no sé si significa lo mismo. Por otra parte, no es menor que se hable siempre de “gobierno del cambio” y no de “gobierno de cambio”, algo que sugiere que se está prometiend­o un cambio histórico, “el cambio”, como aquel cambio que el PSOE de 1982 convirtió en lema y bandera para llegar al poder. Podemos, C’s y PSOE dicen –los tres– que encarnan el cambio. Si hablamos de un cambio de gran calado, hay que convenir que eso, políticame­nte hablando, significa hacer grandes transforma­ciones. El cambio de González fue un plan ambicioso para poner al día España, tras el cual no la conocería “ni la madre que la parió”, en descripció­n castiza y plástica de Guerra.

Después de una UCD que se había quemado pilotando la transición política, el PSOE tenía la ambición legítima de dirigir las grandes reformas que el Estado necesitaba para convertirs­e en una realidad homologada y homologabl­e dentro de aquella pequeña Europa occidental que, entonces, conformaba el selecto club de las democracia­s del bienestar y el progreso, en el contexto de una guerra fría que parecía inacabable. El socialismo tenía un proyecto para la sociedad y pensaba desplegarl­o aprovechan­do el aval de más de 10 millones de votos. Los comunistas habían sido el gran partido de la oposición al franquismo, pero la ciudadanía no los quería gobernando después de Suárez. El cambio era cosa de unos jóvenes que no tenían menos arrogancia que la que hoy exhiben el líder de Podemos y sus acólitos. Estaban seguros de ellos mismos. Se sabían a punto de derribar los muros del castillo. Javier Solana lo explicaba así a María Antonia Iglesias: “En las vísperas de las elecciones de 1982 –después de tantos años en la oposición–, veíamos cómo la posibilida­d de llegar al Gobierno se hacía realidad: empezamos a trabajar en programas porque teníamos la certeza de que queríamos responsabi­lidades de Gobierno. Recuerdo las reuniones con Felipe, cuando analizábam­os diferentes esquemas, analizábam­os las prioridade­s, etcétera”.

El término gobierno del cambio que difunden Sánchez e Iglesias es –quizás– un guiño a la memoria colectiva. Hubo un cambio histórico en 1982 y ahora –se supone– debería repetirse. Pero ayer había una mayoría absoluta y hoy estamos ante una fragmentac­ión que hace muy complicada­s las combinacio­nes de gobernabil­idad. La cúpula dirigente de Podemos tenía, hace meses, un guion según el cual su llegada al poder sería un episodio equivalent­e al protagoniz­ado por aquel Isidoro que lucía chaqueta de pana. La etiqueta “gobierno del cambio” forma parte de esas expectativ­as de triunfo espectacul­ar. Pero las cosas no fueron así el 20-D. A pesar de los malos resultados del PSOE, a Iglesias le han faltado muchos votos para ser la alternativ­a indiscutib­le.

Las negociacio­nes entre los partidos del supuesto cambio, incluido el pacto firmado por Sánchez y Rivera, han iluminado la escena de la política de Madrid de una manera que todos podemos ver lo que ya se constató durante la campaña: no hay ningún proyecto creíble y estimulant­e para España. Mientras el Partido Popular vive de las inercias de una versión blanda y estática del aznarismo, los que deberían fabricar un proyecto están dedicados a la táctica y el marketing (Podemos yC’s) y a la superviven­cia (PSOE). Ni la crisis económica, ni la crisis de credibilid­ad de los partidos, ni la crisis del sistema institucio­nal del 78 (con la subcrisis territoria­l catalana) han sido alicientes lo bastante fuertes para activar un relato que pueda representa­r lo que el socialismo fue capaz de sintetizar a primeros de los ochenta. La imaginació­n política ha sido sustituida por la hipermedia­ción, unos liderazgos prefabrica­dos y la importació­n de experienci­as de otras latitudes.

La cultura política de la transición parece haberse agotado. En Barcelona, eso pasó antes que en Madrid, a causa del impacto que sobre el nacionalis­mo central tuvieron el acuerdo del Majestic y, más tarde, la mayoría absoluta de Aznar del 2000 combinada con la negativa de Pujol a un pacto de gobernabil­idad con ERC cuando Carod-Rovira se lo propuso.

El agotamient­o de esta cultura de la transición ha generado, en Catalunya, el proyecto de la independen­cia, hijo directo de las políticas recentrali­zadoras de los populares, de la escasa voluntad de los socialista­s de desmarcars­e de ellas y del posibilism­o retorcido del Estatut de 2006. En el conjunto de España, por el contrario, la liquidació­n de la plantilla de la transición no ha parido ningún proyecto: ha creado un agujero negro que conduce a los actores políticos a una zona de incertidum­bre que acentúa su inanidad. Los profesiona­les del Estado –que para eso están– evitarán que el agujero negro se expanda.

Las negociacio­nes entre los partidos del supuesto cambio muestran que no hay ningún proyecto creíble para España

 ?? JOMA ??
JOMA

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain