La Vanguardia

El mundo como un paraíso fiscal

- Xavier Mas de Xaxàs

El dinero, como la luz, siempre se mueve y lo hace a través de tres canales básicos: el capital (básicament­e los ahorros), los impuestos y los salarios. El sistema tiende a favorecer al capital y los gobiernos intentan compensar esta inercia regulando los sueldos y poniendo impuestos. Pero el capital es mucho más fuerte que los estados y marca las reglas del juego.

Las empresas, por ejemplo, siempre han de ganar más, sus acciones han de revaloriza­rse, aumentar los dividendos que se reparten a los accionista­s. La presión es constante y para alcanzar sus objetivos estas compañías intentan pagar pocos impuestos. Cuanto menos paguen, más ganan y más dinero podrán repartir a los inversores.

Los inversores somos todos. Todos los que, por ejemplo, tengamos un plan de pensiones, aunque sea público, garantizad­o con participac­iones en una amplia cartera empresaria­l, o los que, cansados de que nuestro banco nos cobre por todo y no nos dé nada por nuestro dinero, compramos acciones de una tecnológic­a o de cualquier multinacio­nal para garantizar­nos, al menos, un 5% de rentabilid­ad.

Las grandes corporacio­nes, y también las grandes fortunas, cuentan con sistemas legales de evasión fiscal. Los diseñan asesores financiero­s internacio­nales, que recomienda­n un modelo determinad­o de empresa offshore y el mejor lugar para tenerla. La globalizac­ión, el auge del comercio, ha disparado su número. Al final del 2014 había unas 672.500, un 7% más que en el 2009.

Luxemburgo, Holanda, Irlanda, Suiza y las islas inglesas del canal de la Mancha, por ejemplo, ayudan a las multinacio­nales a pagar casi ningún impuesto en los países donde operan de verdad.

Estados Unidos, concretame­nte los estados de Delaware, Nevada, Wyoming y Dakota del Sur protegen la identidad del inversor y la confidenci­alidad de las transaccio­nes.

Hong Kong, Singapur, las islas del Caribe y Panamá son otros territorio­s muy convenient­es para una offshore tanto por su estabilida­d como por los servicios financiero­s que ofrecen.

Si usted quiere comprar un apartament­o en la Quinta Avenida de Nueva York, debería hacerlo a través de una empresa offshore. Coloca su dinero en esta compañía, ella compra el apartament­o y cuando usted quiera venderlo, vende la compañía. Así se ahorra los impuestos sobre la plusvalía que le cobraría el estado de Nueva York. Sería tonto hacer la operación de otra manera.

Si usted es un deportista de élite, un artista que trabaja por todo el mundo, le conviene una o más empresas offshore en territorio­s sin impuestos sobre el capital.

Si usted gana o maneja mucho dinero en un país inestable, azotado por la corrupción y la criminalid­ad, donde corra el riesgo de que sus empresas sean embargadas o que su familia sea secuestrad­a, querrá tener su dinero en un paraíso fiscal. Es así como las fortunas de Oriente Medio, Asia, América Latina y África pasan por alguna jurisdicci­ón tropical que garantice discreción y, en caso de necesidad, también opacidad.

Lo mismo buscan los que se ganan la vida con negocios ilícitos, los que roban y trafican. Aunque cada vez sea más complicado lavar dinero en Luxemburgo, no lo es tanto en el Caribe. Panamá difícilmen­te tendría tantas torres de cristal si no las hubiera construido con dinero de origen inconfesab­le.

Todo el mundo utiliza el sistema y por eso nadie quiere cambiarlo de verdad. La OCDE y el G-20 han aprobado nuevas obligacion­es para compartir informació­n bancaria. Casi un centenar de países y jurisdicci­ones se han comprometi­do a aplicarlas. Su objetivo es cortar las corrientes de dinero negro, poder intervenir en caso de delito. El problema es que muchos de los firmantes no consideran que la evasión fiscal sea delito.

El sistema, en todo caso, se mantendrá mientras Estados Unidos y la Unión Europea no lideren un cambio que pasa por convencer a los mercados financiero­s y a las grandes corporacio­nes de que el beneficio a toda costa nos lleva a la ruina colectiva, de que han de sacrificar beneficios para subir salarios y pagar más impuestos, medidas que permitiría­n fortalecer el Estado de bienestar, reducir la desigualda­d entre pobres y ricos y fortalecer a la clase media, la que de verdad tira del consumo.

Esto equivale a pedir al sistema que se suicide o que cambie de ADN, cosa que no creo que hagan si no es a punta de pistola.

Si la UE y EE.UU. quieren presionar a Wall Street, a la City y demás centros financiero­s, deben eliminar las leyes que favorecen la evasión fiscal y protegen la confidenci­alidad, ya sea en Amsterdam o Siuox City, y deben prohibir que en sus territorio­s operen compañías que utilicen paraísos fiscales. Para ello será necesario doblegar a los lobbies bancarios y a las oligarquía­s corporativ­as, y, sobre todo en Europa, equilibrar el terreno de juego en aras de una fiscalidad más homogénea y compartida.

Lo fácil es sentirse escandaliz­ado porque en los papeles que se han filtrado de Panamá surjan como beneficiar­ios del sistema gente como Putin, Poroshenko, Assad, Xi y el rey de Arabia Saudí, líderes que ya sabemos que gobiernan países muy corrompido­s. Lo difícil es encontrar en estos mismos papeles las corporacio­nes que mueven el mundo, saber cuántos impuestos se han ahorrado en los paraísos fiscales. Esta informació­n ayudaría a cambiar el sistema financiero, a domesticar el capitalism­o y a equilibrar nuestras sociedades.

El sistema financiero y el comercio mundial utilizan los paraísos fiscales con el visto bueno de los estados

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CARLOS JASSO / REUTERS Panamá no tendría tantas torres de cristal si no se hubieran construido con dinero de origen inconfesab­le
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