MOZART EN LA PARED
Un maestro de obras construyó un subterráneo para que su esposa estuviera a salvo de los bombardeos durante la Guerra Civil
El escalador Chris Sharma intenta abrir en Peramola, en la comarca del Alt Urgell, la vía más complicada del mundo, Le Blond.
Hacer un regalo es un quebradero de cabeza. Uno acaba buscando algo útil o inusual. A veces es mejor evitar la sorpresa, no meter la pata y preguntar, o atender a lo que te piden. Así lo hizo Josep. Su esposa, Amparo, le dijo: “Quiero un refugio antiaéreo”. Y Josep se lo construyó.
No es que Amparo fuera una mujer extravagante: es que estamos hablando de la Barcelona de 1937, en plena Guerra Civil. Ahora, 79 años después, unas obras han devuelto a la vida aquella protección y la historia de cómo tres familias del barrio de Fort Pienc excavaron un subterráneo para resguardarse de las bombas que llovían sobre la ciudad.
El pasado 6 de abril, La Vanguardia publicó la noticia del hallazgo de un refugio antiaéreo de la Guerra Civil en la esquina de Ausiàs Marc con Marina, en el solar que había quedado expedito tras el derribo de dos fincas. Al día siguiente de aparecer el reportaje, Ramón Gascón llamó al diario y contó: “El refugio lo construyó mi abuelo, Josep Colomer”. El viernes nos explicó esta historia familiar, que es parte de la crónica de Barcelona. Es esta.
Josep Colomer nació en 1886 en Arenys de Munt. Siendo joven su familia se trasladó al barrio de Fort Pienc, y él se hizo contratista de obras. Viudo de su primer matrimonio, se casó con Amparo Cervera, hija de un matrimonio valenciano emigrado a Barcelona. Se fueron a vivir a la casa que había construido Josep, en el 149 de Ausiàs Marc, esquina con Marina. Corría el año 1928. Era un bloque de dos plantas. Los bajos estaban ocupados por una tienda de salazones, donde los Colomer vendían bacalao y también tenían su vivienda. Arriba había dos pisos. En uno moraban los propietarios de la finca, la familia Clota, un músico, su esposa y tres hijas. En el otro había otros vecinos.
En eso llegó julio del 36, con sus negras premoniciones. Un cliente que entró en el negocio le dijo a Amparo que ella, que tenía muchas latas, debía guardarlas porque venían malos tiempos y le harían un buen servicio. Ella las retiró de los estantes y durante la guerra las usó en la economía de intercambio, para lograr otros bienes de primera necesidad.
Con la contienda en su momento álgido y el inicio de los bombardeos sobre la ciudad, en 1937, Amparo le hizo saber a Josep que le aterrorizaban las bombas, y le suplicó que construyera un refugio antiaéreo. Como su oficio era maestro de obras, se puso en marcha. Lo primero fue concertarse con el señor Clota y con el propietario de la finca contigua (Ausiàs Marc 151), donde vivía un comerciante de paja llamado Altisench. (Ramón no sabe por qué el otro vecino de su abuelo no participó). Tenía que ser un abrigo para tres familias, porque el espacio no daba para más, de forma que guardaron silencio sobre sus intenciones, incluso a otros familiares que vivían cerca.
Josep y sus colegas trabajaron por la noche. Bajaron seis metros por debajo del nivel de la calle y sacaban la tierra de extranjis, en las carretas camufladas con la paja. El maestro de obras dispuso dos entradas, una desde su casa y otra desde la finca adyacente. Mediante escaleras de madera se llegaba a una galería circular que daba acceso al recinto, donde se dispusieron camas, una letrina y una zona para guardar alimentos. También lo dotó de respiradero, sistemas de ventilación, luz eléctrica y dos hendiduras donde guardar picos y palas, junto a las puertas, por si una bomba bloqueaba la salida. Como los bombardeos se producían de madrugada y temían no tener tiempo de ponerse a salvo, las tres familias optaron por bajar a él todos los días después de cenar, y dormir allí cada noche a resguardo. Así pasaron la guerra.
Tras el conflicto, todo cambió. La tienda de salazones se transformó en estanco y el almacén de paja mutó en bar: el refugio se convirtió en su almacén, pero perdió su utilidad y memoria. Un día, siendo niña, Jana paseaba en bicicleta con su padre por el barrio y Ramón, que lo sabía todo por su abuelo, le contó lo que había bajo la tierra. En el 2013 hizo un trabajo durante el bachillerato y los dos volvieron a bajar al sótano. La escalera de madera se había
EL SECRETO DEL BARRIO Tres familias trabajaron de noche para que nadie supiera qué construían
LOS MÉTODOS
Carretas de paja disimulaban la tierra que se sacaba de la excavación
carcomido y una de las puertas se había cegado. Midieron el recinto: seis por seis metros.
El refugio ha salido ahora de nuevo a la luz. Ramón explica que su abuelo, Josep, que lo construyó, casi nunca hablaba de los días en que llovían bombas. Eran tiempos muy dolorosos. Y es que, tras el fragor de la batalla, la guerra es al final un gran silencio.