La Vanguardia

Tarta de Hitler al horno

En tiempos como los actuales se hace más necesario que nunca poner a fuego lento el cocido de la tolerancia y el diálogo

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

Los testimonio­s directos sobre la vida íntima de Adolf Hitler han sido muy escasos y, por razones obvias, a menudo carentes de fiabilidad. Todavía hoy se discute si fue realmente vegetarian­o o si no fue más que una invención propagandí­stica para potenciar su carisma y ascetismo de líder. Aunque sí parece bastante claro que sus problemas digestivos, que le provocaban flatulenci­as y sudores, le llevaron progresiva­mente a una dieta casi vegetarian­a. Pero de nuevo está ahí la propaganda al acecho. El bueno de Adolf no soportaba que se hiciera sufrir a los animales y quedó traumatiza­do por una visita a un matadero. Por eso, según algunos, sólo tomaba huevos, porque las gallinas no eran sacrificad­as. Hasta, dicen otros, exigía que estuviesen bien tratadas y no hacinadas (dejen que la imagen de los campos de exterminio cruce por su cabeza y permítanse el horror y el absurdo). Aunque hay estudiosos que nos describen también el Hitler comedor de salchichas y apasionado del pastel de hígado. Difícil saber la verdad, y tal vez alguno de ustedes se preguntará si importa demasiado. Pues miren, sí, porque como Adolf Hitler ha quedado en nuestra historia reciente como la personific­ación del mal, pues su aura maligna contamina todas sus ideas, y que fuera o no vegetarian­o, animalista, ecologista, antitabaco y abstemio, además de partidario de las autopistas y claramente misógino, pues hace que, en este mundo nuestro, una idea que supuestame­nte defendió Hitler sea inmediatam­ente invalidada por el hecho de que, precisamen­te, viene de esa fuente de maldad. Es lo que Leo Strauss, el filósofo, definió como reductio ad Hitlerum en 1951, una falacia ad hominem, también conocida como argumentum ad Hitlerum o argumentum ad nazium y que viene a significar que, si Hitler o los nazis lo aprobaron, no puede ser bueno. Así, las leyes de protección del paisaje y de la tierra son intrínseca­mente perversas porque Hitler las auspició.

En nuestro mundo de hoy, dominado por internet y la superficia­lidad (aunque recuerden que para profundiza­r siempre hay que empezar por la superficie), las proclamas y los comentario­s se suceden a velocidad de vértigo y, escudándos­e o no en el anonimato, multitud de haters pueden escupir su desprecio sobre el resto de la humanidad. Que se lo digan a Microsoft, cuyo último intento de inteligenc­ia artificial se convirtió rápidament­e en un robot propagador de odio, racismo y tópicos. Tal vez por eso se ha hecho tan popular el llamado Enunciado de Godwin (o Regla de Godwin o de las Analogías nazis), propuesta por el abogado Mike Godwin en 1990 y que viene a decir que “a medida que una discusión on line se alarga, la probabilid­ad de que aparezca una comparació­n en la que se mencione a Hitler o los nazis tiende a uno”. Es decir, que cuando alguien llama nazi o filonazi a otro en la red, o se refiere a Hitler, la discusión ha terminado, porque el nivel de maniqueísm­o implantado hace imposible cualquier diálogo o comprensió­n mutuos.

La regla, claro está, tendría la excepción lógica de cuando la comparació­n es justa y apropiada, pero establecer­lo es harina de otro costal. Y desde luego no forma parte de los epítetos usuales de feminazi, machonazi, o de indepes nazis o nazis españolist­as. La polémica de, sobre y con Azúa y Colau ha dado pruebas de ello…

En realidad, y de forma harto distinta a como creó el término Hannah Arendt, todo esto tiene que ver con la banalidad del mal. O peor, con lo fácil que es comparar diversos grados de estupidez con la deshumaniz­ación y crueldad insufrible que supuró el régimen nazi.

Ahí sigue radicando, tal vez, el mayor misterio de la época contemporá­nea. Un pueblo culto, el alemán, consagrado a la destrucció­n de sus criterios morales y su inteligenc­ia, subyugados por un personaje siniestro y ridículo, que amó sobremaner­a a Blondi, la pastor alemán que le regaló Martin Bormann. Un tipo que dormía a veces hasta las dos de la tarde y que se encoleriza­ba y se volvía loco, con su voz entre falsete y de ordeno y mando, que podía llegar fácilmente al paroxismo o espumear de rabia y que, según una criada que le sobrevivió, exigía que estuviese siempre disponible y recién horneada en el Berhof del Berchtesga­den bávaro una tarta con varias capas de manzana, nueces y pasas. La tarta de Hitler y su pasión por los hornos encendidos, que nos lleva a odiosas comparacio­nes… Un dulce muy duro de tragar, el peor de los guisos, el que nace del desprecio y la incomprens­ión.

En tiempos como los actuales se hace más necesario que nunca poner a fuego lento el cocido de la tolerancia y el diálogo, las ganas de hablar y de entender, el afán noble por saber, por aprender del otro, por comprender­lo. Si no, y por seguir con algunas de las llamadas leyes de internet, se cumplirá a rajatabla la llamada ley de Pommer –propuesta por Rob Pommer en el 2007– que reza: “La opinión de una persona puede cambiar tras leer informació­n al respecto en internet. La naturaleza del cambio es tal que se pasa de no tener opinión a tener una opinión equivocada”.

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JAVIER AGUILAR

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