Lo que antes eran perversiones, ¿todavía lo son?
“¿Y qué es un menash a trua?” ¡Glups! Qué decir entonces, en esa comida familiar, al joven en ciernes que ha oído eso del ménage à trois en una lengua inexperta, entre sonrisas cómplices quizá. En esos momentos se suele extender el silencio como un manto sobre la conversación, cuando precisamente aconsejan los psicólogos que lo mejor es evitarlo, porque el silencio incita la imaginación por el lado más peligroso e inesperado.
Lo aconsejable es hablar con él o hablar con ella, como decía Almodóvar, tan denostado últimamente. O mejor, quizá, si el agente preguntador tiene edad, ver una película juntos. Por ejemplo, una película como Jules et Jim (1962), de Truffaut, que habla de un menáge à trois sentimental con una pasión que pocas veces se ha visto en la gran pantalla.
La vida no es de manual, y el cine ha sido el medio que se ha acercado a las complejidades de la existencia –y de la pasión– con toda la libertad que permite la muy sensual sala oscura, o frente a la más doméstica televisión, allí donde proyectamos nuestros sueños y vemos reflejados nuestros deseos. Ahora se habla de parafilias. Pero antes, cuando no había casi nada más que cine como fuente de educación sentimental, se hablaba entre susurros de perversiones sexuales. Es una cuestión semántica, bajo cuya definición cabe todo lo relativo al sexo que no sea practicar la postura del misionero. Los viejos del lugar recordarán que mucho antes todo eran guarradas, incluido el mismo misionero. Porque la perversión, como el infierno, que decía Sartre, son siempre cosas de los demás, de sus secretos. El cine, como demuestra Kiki, de Paco León, desactiva el misterio y por lo tanto le quita su poder sobre nosotros: mata los fantasmas. Y empieza a poner las cosas en su justa medida.
Incluso para denunciarlas.