Placer de diálogos y sabores
Esto no es un embutido. ¡Es una m...!”. En directo, furioso en apariencia –era un buen actor: 14 filmes y una decena de ficciones de televisión–, JeanPierre Coffe, fallecido en su torre de Lanneray, a 130 km de París, con 78 años cumplidos el 24 de marzo, arrojaba por los aires un jamón de marca, envuelto en plástico. Sucedió hace lustros, pero la imagen abrió los telediarios, resonó en todas las radios, para pregonar una muerte que hizo decir al presidente Hollande que se había marchado “un bon vivant que gustaba compartir con sus amigos, y con los franceses, el placer de diálogos y sabores”.
Más fuerte aún: el telediario de France 2, cadena oficial, dedicó los nueve primeros minutos al deceso y sólo después dio paso al discurso con el que media hora antes el presidente renunciaba a modificar la Constitución. La presentadora, por otra parte, calzó enormes gafas azules (Coffe las usaba de todos los colores), que junto con la calva brillante y la ropa colorida (cortada personalmente por su amigo Nino Cerruti, el célebre modisto italiano) era la marca del animador, escritor –seis ensayos sobre alimentación, una docena de libros de recetas, guías para comer bien sin gastar, cinco libros de jardinería– y crítico culinario.
La mejor definición de ese personaje curioso, ambiguo, querido por los franceses, que se arrancaban sus libros y plebiscitaron los programas que durante tres décadas multiplicó en una veintena de emisoras y cadenas, la dio Michel Denisot –otro inclasificable: periodista, fundador de Canal+, presidente del Paris-Saint Germain, viticultor, propietario de caballos de carreras–, responsable de sus comienzos en pantalla. “Mucha gente puede hablar de comida –reconoció–, pero Jean-Pierre Coffe inventó un oficio: el de Jean-Pierre Coffe. Partía con ventaja: conocía los productos, sabía cocinar y comer, fue restaurador, era un hombre sensible y había sido actor. Además, trabajaba con minuciosidad maniaca”.
En su autobiografía, Une vie de Coffe (Stock), publicada poco después de que se reconociera bisexual, reveló detalles de una infancia sin padre –“hacía su servicio militar cuando nací; de ahí, directo a la guerra, en la que
murió”– y una madre “rapada tras la liberación por haber frecuentado alemanes”. Perdió a una hijastra, querida, víctima de un accidente de la ruta con 36 años. Y otro accidente, el suyo, le obligó a andar con muletas varios años.
El cronista –y medio París– lo conoció en 1976, cuando abrió La Ciboulette, mezcla de restaurante de lujo y club inglés, justo en frente del Centro Pompidou, inaugurado el año siguiente. Coffe, que empezó de muy abajo (solía mostrar el anuncio que pagó en Le Figaro: “No sé hacer nada pero tengo buena voluntad para trabajar” y que le dio su primer empleo) había comprado metro a metro habitaciones de un edificio, hasta reconstruir el palacete en el que instaló su restaurante.
En pleno apogeo desapareció, no sin olvidar una deuda monumental. Luego diría que fue estafado. Sobrevivió como animador de revistas en el hoy desaparecido Alcazar. En los ochenta reapareció con un pequeño restaurante al que, irónico, bautizó Modeste. Jean Poiret, actor que triunfaba cada noche con La cage aux folles, en teatro, lo convirtió en su comedor, donde convocó a amigos y admiradores. “Me salvó la vida”, reconocerá luego Coffe. Por allí apareció Denisot y nuevo cambio. Esta vez, hacia la celebridad. Engañosa. Porque fue también un autodidacta erudito, de una gran cultura. Si el tres estrellas Guy Savoy decía deberle “muchos conocimientos culinarios”, también le lloraban Jean-Claude Carrière, el guionista de Buñuel, o Geluck, el historietista belga de culto. En su torre, cuyo jardín convertía en museo efímero, con exposiciones de artistas contemporáneos, recibía con los brazos abiertos y mesa puesta.
De hecho, hace unas semanas, en televisión, dijo que no quería necrológicas. “Por favor, que me incineren, que repartan mis cenizas en el jardín. Y luego, que abran de par en par las puertas de la bodega (impresionante, por cierto) para que la vacíen mis amigos”.