El dolor del mundo. El desafío de la misericordia
La misericordia suscita en la sociedad europea actual sentimientos equívocos. Mucha gente siente que es una actitud que enmascara pequeños parches voluntaristas y sentimentales a una falta estructural de justicia social, o que sublima elementos altruistas de raíz evolutiva que merecen más curiosidad biológica que interés moral. Los sectores con más vivencia y cultura religiosas, en cambio, ven un elemento crucial de la relación con el otro y de la manifestación de Dios respecto del mundo. El papa Francisco ha declarado el 2016 año de la misericordia.
Sea como sea, la misericordia –con evocaciones más entusiastas o con recelos más desconfiados, con fundamentos más religiosos o más laicos– se refiere en uno de los puntos más esenciales, ricos y extremos de las relaciones humanas en las situaciones que más nos ponen a prueba, y que, en este momento, colectivamente, son muchas y graves, desde las consecuencias desmoralizadoras y destructivas de la crisis económica, hasta las guerras y éxodos masivos de refugiados.
Como seres humanos nos es demasiado fácil cerrar los ojos al padecimiento de los otros. Pero si osamos mirarlos, no podemos dejar de sentir que, si podemos, tenemos el deber de ayudarlos. Este sentimiento de compasión es el que san Agustín definió como misericordia. Las obras de misericordia –alimentar a quien tiene hambre, dar bebida a quien pasa sed, visitar presos y enfermos, acoger a los peregrinos y forasteros; perdonar las ofensas; enseñar al que no sabe–, ¡qué lecciones elementales y poderosas! ¡Qué llamamiento a la conciencia y a la acción! La capacidad humana de coger la miseria ajena como propia nace, inicialmente, del amor o afecto que sentimos por la persona que sufre. Desde una perspectiva cristiana, sin embargo, toda miseria humana puede despertar misericordia: cualquier desconocido es, en realidad, un ser con el cual compartimos humanidad.
Tal como exponen algunos filósofos, la tendencia altruista propia de la naturaleza humana inclina a las personas a compartir el padecimiento ajeno. Se puede completar esta explicación añadiendo que el sentimiento de misericordia nace al considerar que las miserias que hoy afectan al otro podemos sufrirlas nosotros en un futuro.
La misericordia es un sentimiento, sí, pero conducido por la razón. No hablemos de la misericordia como de un afecto pasajero o una reacción espontánea y voluble, sino de un sentimiento racionalizado. Este sentimiento nos lleva a comprender las miserias de los otros y a hacer algo para remediarlas. La misericordia es activa porque mueve, porque más allá del sentir, lleva a actuar. El sentimiento se hace efectivo en un conjunto de actos –obras de misericordia–, y eso es lo que lo diferencia del sentimiento de lástima. La lástima, que es la sensación que se tiene al ver los padecimientos ajenos, es inactiva y distante porque considera lo que afecta al otro sólo desde el puro sentimiento.
La misericordia pide un corazón grande, capaz de acoger al otro en su estado de padecimiento, y está reñida con la actitud egoísta, que es ciega delante de todo aquello que no sean las desventuras propias. Pero no todo el mundo cierra los ojos ante el padecimiento de los otros por las mismas razones. Si bien hay quien es incapaz de ir más allá de sí mismo, y, por lo tanto, es incapaz de ser misericordioso, también hay aquellos a quienes la vida ha endurecido el corazón. El propio padecimiento extendido en el tiempo, o la visión reiterada de las miserias del mundo, o la sensación de impotencia ante la magnitud de los problemas, pueden cerrar el corazón de las personas convirtiéndolas en insensibles, inactivas, escépticas y desesperanzadas.
La misericordia nace en las personas que están atentas a la realidad que hay más allá de ellas. Por eso se la ha presentado como una de las muchas manifestaciones del amor; el interés por el otro, sufra o no, muestra la capacidad humana de ser receptivo a la realidad ajena contribuyendo, a través de este sentimiento, a estrechar las relaciones humanas.
La misericordia va más allá de la beneficencia, pero la supone. Dice S. Kierkegaard que sólo se tendría que predicar la misericordia, porque, si se habla adecuadamente, dará como fruto maduro la beneficencia, aunque este no sea su único resultado. El misericordioso ofrece al otro lo que tiene con el fin de aliviar su miseria, y, en muchos casos, lo mejor o quizás lo único que tiene es la disposición de su persona: la atención, la dedicación, la palabra de consuelo dirigida al que sufre.
La misericordia es posible para todo el mundo porque las miserias humanas pueden tener muchas caras. La misericordia no está tanto en lo que se hace como en la manera de hacerlo, aunque deslumbre más el acto misericordioso cuando sus frutos son externamente muy grandes. Este es el sentido que tienen las palabras de Kierkegaard cuando dice que se puede ser misericordioso sin hacer absolutamente nada o haciéndolo todo.
En segundo lugar, la misericordia también puede ser entendida como el perdón que se otorga al que nos ha ofendido, o la paciencia que se demuestra ante las deficiencias de los otros. Comprendemos que también nosotros ofendemos y tenemos defectos. De esta forma, la misericordia se convierte en un punto de encuentro entre el ofensor y el que está dispuesto a restablecer una relación estropeada por la ofensa. La misericordia no anula la justicia, sino que le confiere una dimensión nueva porque le aporta la profundidad de la relación amorosa.
“Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos obtendrán misericordia”. Perdonando, entendiendo y ayudando a los otros nos hacemos dignos de ser perdonados, entendidos y ayudados. La actitud misericordiosa hacia los otros está ligada al reconocimiento de nuestra propia condición de seres vulnerables. El descubrimiento de las miserias de los otros es el reconocimiento de las carencias personales. En un mundo en que no existe la perfección, en un mundo de seres
La tendencia altruista propia de la naturaleza humana inclina a las personas a compartir el padecimiento ajeno
limitados sometidos a la incertidumbre y en cualquier clase de miseria, la misericordia es el único camino por el cual llegar a construir unas relaciones humanas basadas en el amor.
Sin embargo, la misericordia humana es necesariamente finita, limitada por la misma condición del ser humano. Sólo la misericordia divina es infinita, abierta al perdón y a la comprensión acogedora de las miserias de los hombres. Dentro de nuestra propia imperfección, la grandeza de nuestra alma se medirá por la capacidad de asumir como propias las miserias de los otros contribuyendo a paliarlas en el grado que se pueda. La misericordia tiene que ser lucha y reivindicación; sensibilidad y coraje; iniciativa práctica y profundidad espiritual; pide tiempo y medios. Todos la necesitamos, y todos estamos llamados. Por eso, el año de la Misericordia tendría que ser un despertador de la conciencia, un esfuerzo de colaboración –más allá de todo vínculo confesional– entre tanta gente que se siente llamada.