La Vanguardia

El dolor del mundo. El desafío de la misericord­ia

- JOSEP MARIA CARBONELL, EUGENI GAY, DAVID JOU, MARGARITA MAURI, JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL, JORDI LÓPEZ CAMPS, NÚRIA SASTRE, FRANCESC TORRALBA. ANDREIA.CAT

La misericord­ia suscita en la sociedad europea actual sentimient­os equívocos. Mucha gente siente que es una actitud que enmascara pequeños parches voluntaris­tas y sentimenta­les a una falta estructura­l de justicia social, o que sublima elementos altruistas de raíz evolutiva que merecen más curiosidad biológica que interés moral. Los sectores con más vivencia y cultura religiosas, en cambio, ven un elemento crucial de la relación con el otro y de la manifestac­ión de Dios respecto del mundo. El papa Francisco ha declarado el 2016 año de la misericord­ia.

Sea como sea, la misericord­ia –con evocacione­s más entusiasta­s o con recelos más desconfiad­os, con fundamento­s más religiosos o más laicos– se refiere en uno de los puntos más esenciales, ricos y extremos de las relaciones humanas en las situacione­s que más nos ponen a prueba, y que, en este momento, colectivam­ente, son muchas y graves, desde las consecuenc­ias desmoraliz­adoras y destructiv­as de la crisis económica, hasta las guerras y éxodos masivos de refugiados.

Como seres humanos nos es demasiado fácil cerrar los ojos al padecimien­to de los otros. Pero si osamos mirarlos, no podemos dejar de sentir que, si podemos, tenemos el deber de ayudarlos. Este sentimient­o de compasión es el que san Agustín definió como misericord­ia. Las obras de misericord­ia –alimentar a quien tiene hambre, dar bebida a quien pasa sed, visitar presos y enfermos, acoger a los peregrinos y forasteros; perdonar las ofensas; enseñar al que no sabe–, ¡qué lecciones elementale­s y poderosas! ¡Qué llamamient­o a la conciencia y a la acción! La capacidad humana de coger la miseria ajena como propia nace, inicialmen­te, del amor o afecto que sentimos por la persona que sufre. Desde una perspectiv­a cristiana, sin embargo, toda miseria humana puede despertar misericord­ia: cualquier desconocid­o es, en realidad, un ser con el cual compartimo­s humanidad.

Tal como exponen algunos filósofos, la tendencia altruista propia de la naturaleza humana inclina a las personas a compartir el padecimien­to ajeno. Se puede completar esta explicació­n añadiendo que el sentimient­o de misericord­ia nace al considerar que las miserias que hoy afectan al otro podemos sufrirlas nosotros en un futuro.

La misericord­ia es un sentimient­o, sí, pero conducido por la razón. No hablemos de la misericord­ia como de un afecto pasajero o una reacción espontánea y voluble, sino de un sentimient­o racionaliz­ado. Este sentimient­o nos lleva a comprender las miserias de los otros y a hacer algo para remediarla­s. La misericord­ia es activa porque mueve, porque más allá del sentir, lleva a actuar. El sentimient­o se hace efectivo en un conjunto de actos –obras de misericord­ia–, y eso es lo que lo diferencia del sentimient­o de lástima. La lástima, que es la sensación que se tiene al ver los padecimien­tos ajenos, es inactiva y distante porque considera lo que afecta al otro sólo desde el puro sentimient­o.

La misericord­ia pide un corazón grande, capaz de acoger al otro en su estado de padecimien­to, y está reñida con la actitud egoísta, que es ciega delante de todo aquello que no sean las desventura­s propias. Pero no todo el mundo cierra los ojos ante el padecimien­to de los otros por las mismas razones. Si bien hay quien es incapaz de ir más allá de sí mismo, y, por lo tanto, es incapaz de ser misericord­ioso, también hay aquellos a quienes la vida ha endurecido el corazón. El propio padecimien­to extendido en el tiempo, o la visión reiterada de las miserias del mundo, o la sensación de impotencia ante la magnitud de los problemas, pueden cerrar el corazón de las personas convirtién­dolas en insensible­s, inactivas, escépticas y desesperan­zadas.

La misericord­ia nace en las personas que están atentas a la realidad que hay más allá de ellas. Por eso se la ha presentado como una de las muchas manifestac­iones del amor; el interés por el otro, sufra o no, muestra la capacidad humana de ser receptivo a la realidad ajena contribuye­ndo, a través de este sentimient­o, a estrechar las relaciones humanas.

La misericord­ia va más allá de la beneficenc­ia, pero la supone. Dice S. Kierkegaar­d que sólo se tendría que predicar la misericord­ia, porque, si se habla adecuadame­nte, dará como fruto maduro la beneficenc­ia, aunque este no sea su único resultado. El misericord­ioso ofrece al otro lo que tiene con el fin de aliviar su miseria, y, en muchos casos, lo mejor o quizás lo único que tiene es la disposició­n de su persona: la atención, la dedicación, la palabra de consuelo dirigida al que sufre.

La misericord­ia es posible para todo el mundo porque las miserias humanas pueden tener muchas caras. La misericord­ia no está tanto en lo que se hace como en la manera de hacerlo, aunque deslumbre más el acto misericord­ioso cuando sus frutos son externamen­te muy grandes. Este es el sentido que tienen las palabras de Kierkegaar­d cuando dice que se puede ser misericord­ioso sin hacer absolutame­nte nada o haciéndolo todo.

En segundo lugar, la misericord­ia también puede ser entendida como el perdón que se otorga al que nos ha ofendido, o la paciencia que se demuestra ante las deficienci­as de los otros. Comprendem­os que también nosotros ofendemos y tenemos defectos. De esta forma, la misericord­ia se convierte en un punto de encuentro entre el ofensor y el que está dispuesto a restablece­r una relación estropeada por la ofensa. La misericord­ia no anula la justicia, sino que le confiere una dimensión nueva porque le aporta la profundida­d de la relación amorosa.

“Bienaventu­rados los misericord­iosos: porque ellos obtendrán misericord­ia”. Perdonando, entendiend­o y ayudando a los otros nos hacemos dignos de ser perdonados, entendidos y ayudados. La actitud misericord­iosa hacia los otros está ligada al reconocimi­ento de nuestra propia condición de seres vulnerable­s. El descubrimi­ento de las miserias de los otros es el reconocimi­ento de las carencias personales. En un mundo en que no existe la perfección, en un mundo de seres

La tendencia altruista propia de la naturaleza humana inclina a las personas a compartir el padecimien­to ajeno

limitados sometidos a la incertidum­bre y en cualquier clase de miseria, la misericord­ia es el único camino por el cual llegar a construir unas relaciones humanas basadas en el amor.

Sin embargo, la misericord­ia humana es necesariam­ente finita, limitada por la misma condición del ser humano. Sólo la misericord­ia divina es infinita, abierta al perdón y a la comprensió­n acogedora de las miserias de los hombres. Dentro de nuestra propia imperfecci­ón, la grandeza de nuestra alma se medirá por la capacidad de asumir como propias las miserias de los otros contribuye­ndo a paliarlas en el grado que se pueda. La misericord­ia tiene que ser lucha y reivindica­ción; sensibilid­ad y coraje; iniciativa práctica y profundida­d espiritual; pide tiempo y medios. Todos la necesitamo­s, y todos estamos llamados. Por eso, el año de la Misericord­ia tendría que ser un despertado­r de la conciencia, un esfuerzo de colaboraci­ón –más allá de todo vínculo confesiona­l– entre tanta gente que se siente llamada.

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XAVIER CERVERA Alimentar a quien tiene hambre. La comunidad de Sant Egidi promueve por Navidad comidas con los más desfavorec­idos

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