La Vanguardia

Negocios con mala prensa

- Joaquín Luna

Entrar en Casa Anselma a media noche, cuando abren, “depende de la amargada señora de la puerta” a la que otro internauta llama “sinvergüen­za”. Una vez dentro del local, barroco y trianero, “la gente tiene que aguantar que le hablen mal o la discrimine­n sin razón alguna”.

¡Qué razón tenían las opiniones y que a gusto me sentí el viernes malgré tout y después de ver a Morante dar la media verónica del siglo en el ruedo de la Maestranza! –¡Ya está lleno, vuelvan mañana! Bienvenido­s. Casa Anselma no tiene rótulos ni carteles exteriores y hace esquina en el barrio de Triana, el Sarrià de Sevilla: repúblicas insulares y nobiliaria­s, donde la gente da los buenos días a su manera y gusta despotrica­r de los forasteros que vienen a sacarse fotos.

El local tiene dos puertas y siempre hay cola. ¿Cómo puede la gente guardar cola para entrar en un negocio cuyas opiniones, en la red, incitan a salir huyendo o a presentar denuncia en comisaría? No eran las doce de la noche y abrieron puertas y la gente corrió

Casa Anselma, en Triana, es el antro nocturno más extraño que he visto en mi vida y llevo algunos...

mientras Anselma, que ya cumplió los 60, es rubia pollito y gasta mala leche, se esfuerza en dispersar a cajas destemplad­as a los últimos de la fila (servidor, entre ellos). Cuando ve que te cuelas, en sus morros, deja de gritar: ya eres de la casa.

Y ahí empieza el misterio. Casa Anselma es el antro nocturno más extraño que he visto en mi vida. No se anuncia, no se identifica, recibe al cliente a palos, se llena cada noche y sin embargo no cobra un euro de entrada cuando tiene una clientela española de posibles. Si uno desconfía de las apariencia­s –y ese es el secreto– puede pasar una noche en grande con una copa de Havana 7 años o Jameson por siete euros –va por el maestro Segarra– o a ninguna si desiste de alcanzar la barra o lleva las copas puestas. –¡No quiero ver a nadie sin copa! Anselma va echando la bronca a clientes que se mueren de ganas por un trago –o dos– y aguardan la atención de la camarera, sobrina de la dueña. Y así transcurre la primera media hora, de reconocimi­ento: ¿somos masoquista­s o unos privilegia­dos?

Cuando el local, todo atmósfera, algo taurino, muy bodeguero y un punto viscontini­ano, está saturado arranca la música que es buena pero ni es flamenco puro ni es rumba ni es fandango, es lo que la gente quiere que sea. A eso la dueña lo llama “flamenquea­r”: dejarse llevar y pasear por la noche.

El misterio es que el público, como en una obra maestra de Losey, empieza a girar la tortilla y se convierte en el dueño de Casa Anselma a base, claro, de amansar a la propietari­a y escuchar al guitarrist­a, el cantaor y el que golpea la caja. –¡Cuántos idiotas tengo esta noche! Cuando Anselma dice eso, el cliente ya intuye que va a ser una noche ideal para reírse de uno mismo y de los foros de opinión.

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