Escuchar, práctica educativa
Uno de los problemas del estilo de vida de nuestra época es la falta de comunicación. Con este término coloquial nos referimos habitualmente a la ausencia de palabras entre personas: padres e hijos, profesores y alumnos. Los alumnos que sufrieron abusos en la escuela no se atrevieron a hablar con nadie. Los adolescentes encerrados en sus muros tecnológicos se recluyen en el mutismo. Los más pequeños, inmersos en múltiples actividades escolares y extraescolares, se dedican a hacer, mientras son llevados por los adultos a cargo de aquí para allá en un frenesí cotidiano sin espera. Los ancianos solos no tienen quién les escuche.
Para hablar hace falta escuchar, una disponibilidad existencial y singular que el mundo contemporáneo no fomenta ni apoya, que más bien no tolera en su imperativo por saltarse los límites, maximizar la sensación de competencia y voluntad de un yo fuerte que no necesite a nadie. Es difícil escuchar a los demás porque al darles la palabra nos debilitamos, concedemos parte de lo que somos, abrimos un margen de tiempo y un espacio dónde no ser nosotros ni nuestras cosas lo primero o lo más importante. Eso nos hace vulnerables.
Hoy día, poca gente habla con sus hijos o con sus alumnos no por falta de tiempo ni de buenas intenciones sino básicamente porque no es capaz de escuchar. Se trata más bien de hacer, de cumplir, de terminar, de negociar o de acordar. Sin embargo, ¿qué hace falta para escuchar, para dar la palabra? Hace falta no interrumpir con consignas, consejos o recomendaciones; hace falta abrir un momento de suspensión del hacer y sus juicios para dar paso al decir, en un movimiento que no suponga defenderse de lo que el otro pueda querer de nosotros. Sócrates fue acusado de atentar contra el orden de la ciudad por hablar con los jóvenes pero, sobre todo, por haberles escuchado de modo tal que pudieran reconocerse en su propio decir. Nadie sabe lo que dice hasta que otro le escucha acogiendo y dejando surgir las palabras. Sin control, sin censura, sin remordimientos, libremente.
Tal vez educar sería más humano si pudiéramos hablar un poco más pero, sobre todo, si pudiéramos escuchar como práctica educativa, sin trabas, tranquilamente, dejándonos en paz, lejos de la sombra del reproche o de la exigencia.