Esa España inferior
Los hechos son conocidos: el déficit público español para el 2015 resulta haber superado en casi un punto (unos diez mil millones de euros) no sólo el compromiso contraído por el Gobierno hoy en funciones con las autoridades comunitarias, sino también las ominosas advertencias de estas. Los medios se han hecho eco del estropicio poniendo el énfasis en sus consecuencias económicas. Pero, con ser estas nada desdeñables, mucho más grave es el hecho mismo, muestra de un modo de obrar impropio del país que pretendemos ser, herencia de una picaresca que merecíamos dar por desterrada de nuestros usos. La indignación que suscita ver que sigue con nosotros la España inferior de que habló Machado es la que inspira, querido lector, este artículo.
No es difícil imaginar el proceso que ha llevado al chasco final. Se toma como base una innegable mejora de la coyuntura y se la proyecta desde su punto más alto hacia el futuro; se prescinde de cuanto pudiera deslucir el resultado: enfriamiento de la coyuntura exterior, volatilidad de los mercados financieros, China o petróleo. Si algún técnico competente –siempre queda alguno– se atreve a recordarnos que una cosa es lo que nos gustaría y otra lo que puede pasar, se le ignora; si alguien nos avisa educadamente desde Bruselas, se le suelta un chascarrillo para salir del paso, que de eso se trata. Porque el argumento de fondo, decisivo, irrebatible, es que cuando se descubra el pastel (marzo del 2016) ya habremos ganado las elecciones (diciembre del 2015). Pero esta vez la apuesta ha salido mal, porque ni el resultado electoral ni, por descontado, las cifras del déficit son lo que esperábamos. ¡Qué le vamos a hacer!
Las consecuencias de ese ingenioso procedimiento son tan desagradables como fáciles de imaginar. En vista de lo ocurrido no hay que contar con la indulgencia de la Comisión, que nos impondrá una reducción del déficit para el 2016 que no bajará de un punto del PIB y puede llegar a más del doble. Eso obligará a restricciones adicionales del gasto público que no dejarán de causar cierto malestar (pero ¿no habíamos salido de la crisis?) y de afectar al crecimiento. Por cierto que un estudio reciente de Fedea muestra que, descontadas las partidas de pensiones y desempleo, el gasto público real por habitante está hoy al nivel del año 2003, así que mañana, después de haber retrocedido doce años, habrá que hacer esfuerzos adicionales, un mal comienzo para el próximo gobierno, sea este del signo que sea, si es que tiene alguno. Esperemos que el triste precedente de Syriza nos libre de la tentación de gesticular en vano, añadiendo así el ridículo a la desgracia. Pero no hay duda de que nuestra tenue recuperación se verá empañada por anuncios de una austeridad que recaerá sobre los de siempre.
Eso no es lo peor, porque no hay previsión que sea perfecta. Lo que no tiene ninguna justificación es el engaño, el dar lo mejor por seguro, el desoír todo consejo de prudencia, el pensar que todos somos tontos, los de aquí y los de fuera. El otrora mejor alumno regresa hoy a la cola de la clase, a todos nos han vuelto a poner orejas de burro. El aún escaso capital de confianza que habíamos ganado con la contención salarial, los pasos dados en la mejora de nuestro mercado de trabajo –insuficientes, pero en la dirección correcta–, la recapitalización de lo que queda de nuestro sistema financiero, el buen comportamiento de nuestras exportaciones, todo eso se pone ahora en cuestión. Es un triste final para un Gobierno que, si bien ha dejado algún gran problema peor de lo que estaba, ha abordado otros con acierto, pero cuyo instinto de prestidigitador nos ha vuelto a situar, a todos, como los tramposos de siempre, que ha desmentido su reputación de gestor riguroso, aunque a veces cruel. Un comportamiento que sin beneficiarle a él nos perjudica a todos.
La crítica no es de aplicación exclusiva al último Gobierno; si así fuera, bastaría con cambiarlo, que para eso están las elecciones. No es ese el caso. Por dar sólo dos ejemplos, recordemos que la España que en 1992 se codeaba con los grandes de este mundo volvió al furgón de cola al año siguiente; o que unos años más tarde la negativa del presidente Rodríguez Zapatero a reconocer la existencia de una crisis hasta pasadas las elecciones hizo que esta fuera más profunda de lo que hubiera podido ser. Recordémoslo para convencernos de que los problemas que hay que afrontar desde ahora no requieren tanto ingenio y creatividad como tenacidad e inteligencia. No será posible abordarlos si nuestros gobernantes no dan ejemplo y entienden que la primera regla de conducta de un gobierno honorable es no mentir, aunque decir la verdad pueda costarle a uno el sueldo. Sin ese cambio de mentalidad seguiremos en El mañana efímero de Machado, en esa España “vieja y tahúr, zaragatera y triste”. Zaragatera para los turistas, sí, pero triste para nosotros.
La primera regla de conducta de un gobierno honorable es no mentir, aunque decir la verdad pueda costarle a uno el sueldo