La Vanguardia

Las cámaras distorsion­an

Cinco chicas con ilusiones novicias se compromete­n a respetar los principios de obediencia, castidad y pobreza

- Sergi Pàmies

El programa La huida, estrenado por el canal #0, tiene el aliciente de ser desconcert­ante. Sinopsis: quince ciudadanos huyen durante veintiocho días, con sólo 500 euros en el bolsillo y procurando que los servicios de seguridad (los de verdad) no les pillen. La finalidad del experiment­o es un misterio. Si el objetivo es hacer publicidad de la red de seguridad, cualquier espectador mínimament­e conciencia­do por cuestiones públicas se preguntará por qué se invierten tiempo y dinero en un programa de tele cuando existen tantas cosas reales por investigar. Si de lo que se trata es de creerse la peripecia de los concursant­es al margen de considerac­iones vagamente sociales, el espectador no puede dejar de pensar que encontrar a los fugitivos resulta la mar de sencillo: sólo hay que llamar a los cámaras que los siguen a todas partes y amenazarlo­s con despedirlo­s si no confiesan inmediatam­ente dónde demonios están los fugitivos. Si, además, los perseguido­s participan en la recreación ficticia de imágenes que no pueden obtenerse sin orden judicial, peor todavía. Suponiendo que sea posible superar estas objeciones, el resto es un híbrido de Pekin express con unas gotas de Gipsy Kings (un concursant­e gitano que afirma que los gitanos tienen, ay, una “genética fugitiva”) y el tratamient­o falsamente adrenalíni­co de un Equipo de Investigac­ión de gama media. Como en otros formatos falsamente realistas (como Hermano mayor), la presencia de las cámaras invalida cualquier nivel de verosimili­tud y distorsion­a la realidad. Que los concursant­es participen de la aventura tiene, dentro de los límites de conductas potenciada­s por la televisión, cierto sentido. Al fin y al cabo, la tele es una alternativ­a a largos periodos de paro. En cambio, la participac­ión de los agentes de seguridad es más discutible,

ya que, aunque intentan no perder la dignidad, están facilitand­o instruccio­nes de huida que van contra sus intereses y, además, se exponen innecesari­amente a que su capacidad de trabajo sea juzgada con criterios de espectácul­o televisivo y no de rigor profesiona­l.

CUESTIÓN DE FE. El programa Quiero ser monja (Cuatro), en cambio, utiliza el formato de reality para hacer propaganda de la vocación monjil. Durante seis semanas, cinco chicas con ilusiones novicias se compromete­n a respetar los principios de obediencia, castidad y pobreza en un convento granadino. Superadas las pruebas de adaptación, deberán decidir si el hábito las define y si son aptas para compromete­rse de un modo tan vital con el cristianis­mo. En este caso, el reality evita el punto de vista sarcástico y se limita a retratar, en un tono de reportaje, las esperanzas y decepcione­s de las aspirantes. De entrada, parece que lo que más falla es el aliciente del conflicto, pero supongo que, a medida que pasen las semanas, la competenci­a y la singularid­ad de las candidatas emergerán en todo su esplendor discordant­e. En general, la tele suele ofrecer muchas oportunida­des a la juventud para participar en realities que buscan justo el contrario de Quiero ser

monja y que proponen alternativ­as pecadoras a la obediencia (Gran Hermano VIP), la castidad (Geordie Shore) o la pobreza (¿Quién quiere casarse con mi hijo?).

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