Las cámaras distorsionan
Cinco chicas con ilusiones novicias se comprometen a respetar los principios de obediencia, castidad y pobreza
El programa La huida, estrenado por el canal #0, tiene el aliciente de ser desconcertante. Sinopsis: quince ciudadanos huyen durante veintiocho días, con sólo 500 euros en el bolsillo y procurando que los servicios de seguridad (los de verdad) no les pillen. La finalidad del experimento es un misterio. Si el objetivo es hacer publicidad de la red de seguridad, cualquier espectador mínimamente concienciado por cuestiones públicas se preguntará por qué se invierten tiempo y dinero en un programa de tele cuando existen tantas cosas reales por investigar. Si de lo que se trata es de creerse la peripecia de los concursantes al margen de consideraciones vagamente sociales, el espectador no puede dejar de pensar que encontrar a los fugitivos resulta la mar de sencillo: sólo hay que llamar a los cámaras que los siguen a todas partes y amenazarlos con despedirlos si no confiesan inmediatamente dónde demonios están los fugitivos. Si, además, los perseguidos participan en la recreación ficticia de imágenes que no pueden obtenerse sin orden judicial, peor todavía. Suponiendo que sea posible superar estas objeciones, el resto es un híbrido de Pekin express con unas gotas de Gipsy Kings (un concursante gitano que afirma que los gitanos tienen, ay, una “genética fugitiva”) y el tratamiento falsamente adrenalínico de un Equipo de Investigación de gama media. Como en otros formatos falsamente realistas (como Hermano mayor), la presencia de las cámaras invalida cualquier nivel de verosimilitud y distorsiona la realidad. Que los concursantes participen de la aventura tiene, dentro de los límites de conductas potenciadas por la televisión, cierto sentido. Al fin y al cabo, la tele es una alternativa a largos periodos de paro. En cambio, la participación de los agentes de seguridad es más discutible,
ya que, aunque intentan no perder la dignidad, están facilitando instrucciones de huida que van contra sus intereses y, además, se exponen innecesariamente a que su capacidad de trabajo sea juzgada con criterios de espectáculo televisivo y no de rigor profesional.
CUESTIÓN DE FE. El programa Quiero ser monja (Cuatro), en cambio, utiliza el formato de reality para hacer propaganda de la vocación monjil. Durante seis semanas, cinco chicas con ilusiones novicias se comprometen a respetar los principios de obediencia, castidad y pobreza en un convento granadino. Superadas las pruebas de adaptación, deberán decidir si el hábito las define y si son aptas para comprometerse de un modo tan vital con el cristianismo. En este caso, el reality evita el punto de vista sarcástico y se limita a retratar, en un tono de reportaje, las esperanzas y decepciones de las aspirantes. De entrada, parece que lo que más falla es el aliciente del conflicto, pero supongo que, a medida que pasen las semanas, la competencia y la singularidad de las candidatas emergerán en todo su esplendor discordante. En general, la tele suele ofrecer muchas oportunidades a la juventud para participar en realities que buscan justo el contrario de Quiero ser
monja y que proponen alternativas pecadoras a la obediencia (Gran Hermano VIP), la castidad (Geordie Shore) o la pobreza (¿Quién quiere casarse con mi hijo?).