Como jaguares
En casa ha empezado a estropearse todo. Ya saben, la obsolescencia programada. Así que no paramos de recibir visitas de expertos. Hemos conocido al técnico de la caldera, al de la lavadora o al de las persianas. Ignorantes en estas materias, estamos en sus manos. De ellos depende el tiempo y coste de la mano de obra, y el diagnóstico para decidir entre afrontar una reparación de dudosa eficacia o comprar un artilugio nuevo del calibre, por ejemplo, de una caldera entera. La economía familiar pende de la profesionalidad de estos especialistas. Y también de su buena fe. No quiero decir que seamos una familia malpensada a lo loco. Todos sabemos que nuestro mundo basa su crecimiento en crear problemas para que gastemos más. El juego está organizado para que los intereses de unos se alimenten de los aprietos de otros, y viceversa. Todos andamos en la misma jungla, perplejos; jaguares y presas a un tiempo. No es raro que los propios técnicos azucen la avispa de la desconfianza. Sus comentarios, entre caídas de párpado, alimentan la sospecha de que otros técnicos de la competencia nos engañan. ¿Con qué empresa hizo la última revisión?, susurran arrugando la nariz.
Así, instintivamente, nos vemos usando pequeñas estrategias para despertar su lado más humano. Algo nos dice que es importante caerles bien, y hasta darles pena. Cualquier cosa que les haga sentirse involucrados emocionalmente con nosotros. Yo me esmero en la táctica de la mujer desamparada que pide ayuda a su fontanero salvador. Para allanar el terreno, ofrezco café, como quien no quiere la cosa. Acabo de hacer café, ¿le apetece? Nunca quieren, los muy zorros. Estoy en sus manos, ¿usted qué haría si fuera la nevera de su madre?, digo. Y me ilusiono pensando que el hombre me recomienda lo que más me conviene a mí, y no a él. La desconfianza que origina este sistema depredador hace que nos relacionemos entre desconocidos de un modo muy raro. A gran escala, basta observar las exóticas pasiones de los corruptos con sus cómplices. La corrupción se cuece entre amores babosos que acaban en odio.
El caso es que el otro día vino un carpintero a diagnosticar las puertas correderas de un armario atascado. Al estar en juego cambiar sólo las ruedecitas o las puertas al completo, se me fue la mano con la táctica afectiva, y me lancé a darle dos besos de bienvenida. Pero el hombre no entendió la inclinación de mi cara hacia la suya, y se giró hacia el lado por el que yo buscaba su mejilla, como si mi movimiento indicara un punto de la pared que teníamos que mirar, lo que provocó que yo perdiera el equilibrio y medio le cayera encima. Perplejos, sin dejar de mirar fijamente la pared, ninguno de los dos hizo el menor comentario, inmóviles, como jaguares y presas al tiempo, olfateando el terreno, en alerta constante.
La desconfianza que origina este sistema depredador hace que nos relacionemos entre desconocidos de un modo muy raro