La Vanguardia

El paseante ilustrado

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Jordi Amat reflexiona sobre la crisis de Europa, sumida en una decadencia cultural y política desmoraliz­ante, a través de un cotidiano paseo por Barcelona: “Durante años, a Europa la imaginamos como una madre añorada. Ahora, en cambio, cuesta no pensar en aquella bella idealizaci­ón travestida en una madrastra”.

El otro día, andando por la calle Tallers, descubrí sin esperarlo una de esas placas tan oscuras y elegantes, con letras doradas, que el Ayuntamien­to coloca en plazas y edificios para topografia­r momentos y personajes que vale la pena no olvidar. Lo llaman políticas memoriales. Son un rostro amable. Porque la placa, mientras el edificio aguante, recordará que Roberto Bolaño vivió en el número 45 de esta calle que durante décadas fue para los barcelones­es la patria de los amantes de la música. Pero ahora el histórico Castelló ha cerrado y parece que las tiendas de discos que resisten venden más camisetas chillonas que CD.

La ciudad muda de piel y hay que readaptarn­os para seguir viviendo a través de ella. Más vale no arrasarse al calor de la nostalgia. Quizás dentro de unos años, en la memoria colectiva, la calle Tallers sobre todo sea recordada porque allí transcurre algún pasaje de la arrebatada novela que es Los detectives salvajes de Bolaño y nos convencere­mos, también así, de que nuestra ciudad no es tan nuestra porque ya es una capital universal.

Avanzo entre guiris, pakis y algún estudiante. Algo más adelante, bajando a mano derecha, allí donde la calle Ramelleres se va haciendo estrecha como un cuello de botella, hay un muro pintado de color ocre. Pegado, el anuncio de un encuentro anarquista y de una fiesta más de la cerveza. Al lado, en el mismo muro, una pequeña intervenci­ón artística. Sencilla y más bien torpe.

Son dos carteles, uno sobre el otro, y cada uno de ellos lo ilustra la misma fotocopia de dos bustos repetida seis veces. Pero lo importante es el mensaje que los artistas han pintado encima. En el cartel de abajo, en verde, tres símbolos del dinero pisotean las imágenes esquemátic­as de esos jóvenes. En el cartel de encima, un eslogan con letras moradas: “Europa ha muerto”. Quizás no llame la atención tanto el mensaje, de hecho, como su rotundidad. Y quizás su dureza actúe también como una sacudida sorda para que aceptemos otro cambio de piel. Desagradab­le. Durante años, a Europa la imaginamos como una madre añorada. Ahora, en cambio, cuesta no pensar en aquella bella idealizaci­ón travestida en una madrastra.

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