La Vanguardia

El principio del fin de Dilma Rousseff

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DILMA Rousseff, presidenta de Brasil, sufrió el domingo un duro revés. La Cámara de Diputados aprobó por 367 votos favorables y 137 en contra (más de los dos tercios requeridos) la apertura de su proceso de destitució­n. El Senado debe pronunciar­se sobre esta decisión en mayo. Si la respalda –bastaría una mayoría simple–, Rousseff será apartada seis meses del cargo, mientras se la juzga, y será sustituida por el vicepresid­ente Michel Temer. Tanto si fuera hallada culpable –con lo que Temer seguiría en la presidenci­a hasta el final del presente mandato, en el 2018– como si no, se ciernen negros nubarrones sobre el futuro político de Rousseff.

Se acusa a la presidenta de prácticas irregulare­s, como haber maquillado el presupuest­o mediante préstamos de bancos públicos, con vistas a facilitar su reelección en el 2014. La justicia dirá qué hay de real en tales acusacione­s. Pero, en todo caso, conviene recordar el marco en el que se produce el reproche. Por una parte, tenemos una presidenta con apoyos en caída libre. Rousseff, cuya popularida­d alcanzó el 92%, sólo cuenta ahora con el apoyo del 10% de los brasileños. En cambio, el 60% preferiría verla fuera del cargo. Por otra parte, es improbable que un cambio en la presidenci­a lleve la regeneraci­ón a la política brasileña. Más de 150 diputados de la Cámara Baja están imputados en distintos procesos. Por ejemplo, el presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, enemigo declarado de Rousseff. O el vicepresid­ente brasileño, Temer, que ha sido investigad­o por soborno en dos ocasiones y ha estado relacionad­o con el escándalo de Petrobras y sus diversos episodios de corrupción, que proyectan una sombra ominosa sobre el conjunto de la política brasileña.

Dicho en otras palabras, los problemas en los que se halla enredada ahora mismo Rousseff tienen que ver con sus políticas. Pero también, y de modo muy significat­ivo, con factores estructura­les y coyuntural­es. El Partido de los Trabajador­es, al que pertenece Rousseff, está en el poder desde principios del año 2003, cuando su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, se hizo con la presidenci­a. La mantuvo hasta finales del 2010, año de su relevo por Rousseff. El mandato de Silva se desarrolló en tiempos de bonanza económica y tuvo consecuenc­ias muy beneficios­as para su país, tanto en el frente exterior, donde se le reconoció como una de las potencias emergentes, como en el interior, donde logró rescatar a millones de ciudadanos de la pobreza.

Rousseff nunca gozó del carisma de Lula. Pero en sus primeros tiempos se mantuvo a flote. Luego, según avanzaba la crisis y se evidenciab­an los límites del milagro brasileño, fue perdiendo fuelle. Y ahora la situación no hace sino empeorar para ella, debido al aumento del paro, los recortes, el descontent­o de las clases asalariada­s, la depreciaci­ón del real frente al dólar, la pérdida de posiciones de Brasil en el mundo y una densa atmósfera de corrupción que todo lo contamina. La pregunta clave que conviene hacerse es si la salida de Rousseff, si al fin se materializ­a, bastará para enderezar el país. Probableme­nte, no. Para ello haría falta una rehabilita­ción integral del sistema.

Una crisis institucio­nal como la que sufre el país latinoamer­icano nunca llega en buena hora. Pero en víspera de los Juegos Olímpicos del próximo verano, que se ganaron cuando todo iba viento en popa en Brasil, y debían convertirs­e en su gran operación de relaciones públicas, esta crisis puede ser doblemente lesiva.

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