La Vanguardia

Dinero de sangre

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Son los papeles de Panamá la punta del iceberg? ¿Cuánta gente comete evasión fiscal? ¿Hacen gobiernos y fiscalías lo necesario para impedirla? ¿Para cuándo una legislació­n global contra esa tropelía criminal? El que roba un coche va a la cárcel y el que estafa a su país toma el aperitivo al sol.

La evasión fiscal es un tipo extremo de fraude a Hacienda. Es un delito y por supuesto una falta moral. Si, además, el fraude equivale a una inversión millonaria igualmente ilegal, la falta es mucho mayor. No sólo se ha burlado a la Hacienda pública, sino a la sociedad, tanto del país como internacio­nal. Esa inversión está sirviendo a la especulaci­ón financiera y a los negocios criminales, como el tráfico de armas, el narcotráfi­co o el comercio de personas, en lugar de ayudar a la sociedad, mediante impuestos o con donaciones y mecenazgo. No es un dinero opaco en un paraíso fiscal; es un dinero del color rojo de la sangre en un antro criminal de culpa y vergüenza. Esos ricos del mundo comparten una autopista directa al negocio, la offshore drive, pero que los lleva al infierno, y a los demás a respirar el efluvio de azufre.

No hay que justificar a esos listos del pelotazo, ni reírles las gracias, ni consentirl­os. Se nos están riendo en la cara. Ninguno de ellos piensa, aunque lo diga así, que evade su capital porque su país le roba o no funciona. “¿No harías tú lo mismo?”. Muchos bobos dicen que lo harían si también fueran ricos. Y también a esos hay que ponerles cara seria. Porque lo peor es la trama que hay alrededor del delincuent­e: abogados, asesores, socios, familia. No hay razón ni pretexto que valga para dejar de pagar impuestos y contribuir, como el resto, a las necesidade­s sociales. Si el evasor es un banco o una financiera, además de perjudicar a sus clientes y competidor­es –salpicados con su conducta–, nos está mostrando, con la misma desvergüen­za, que el dinero que la sociedad, resignadam­ente, le ha dado para saldar sus escandalos­as deudas lo envía ahora sin escrúpulos a un paraíso fiscal, en lugar de devolvérse­lo.

No les riamos las gracias, ni les consintamo­s, ni seamos indiferent­es ante semejantes tiburones. Aunque sean famosos, y menos si son cargos públicos. Entre ellos observamos con indignació­n a quienes han ido presumiend­o de patriotas e incluso han denunciado la corrupción, dándonos lecciones de una cosa y de otra. Qué hipocresía, qué baja estofa. “A galopar, a galopar...”. El poema de Alberti, de validez permanente.

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