La Vanguardia

El libro esencial de la cultura europea

- Xavier Antich

En este país, cuando se habla de ética, se produce una anomalía monumental. Y es de tal calibre que no tiene comparació­n con ninguno de los países de nuestro entorno. Fruto de un concordato del Estado español con la Santa Sede, firmado bajo el franquismo, que ningún gobierno se ha atrevido a cuestionar de raíz, el sistema educativo ha preservado un lugar privilegia­do, difícilmen­te justificab­le en un Estado no confesiona­l, a la enseñanza de la religión católica. Fruto de las presiones de sectores que veían excesiva, muy razonablem­ente, esta intrusión del ámbito de la fe religiosa en la enseñanza obligatori­a, en algunos momento se ha planteado la ética como alternativ­a opcional para aquellos alumnos que querían ser dispensado­s de la religión. Esto ha producido la anomalía según la cual, todavía en muchos contextos, hablar de ética sea referirse a una cosa opcional de la que estaría carente la religión o de la que podrían prescindir las personas religiosas, de modo que, fuera de estos ámbitos, la ética sería considerad­a de tan poca consistenc­ia que, en el sistema educativo, apenas podría tener la considerac­ión de una maría, es decir, un contenido ornamental, prescindib­le e innecesari­o.

Soy de la opinión que la, por decirlo suavemente, laxitud moral que caracteriz­a ciertos comportami­entos en la esfera pública de los últimos años, y que han convertido la corrupción, la endogamia, el tráfico de influencia­s y la malversaci­ón de fondos públicos, por no hablar directamen­te del robo o el fraude fiscal, en la primera preocupaci­ón de la ciudadanía, tienen que ver con la ausencia generaliza­da de la reflexión ética en la discusión política y con el lugar subalterno que ocupa en el conjunto de la vida pública.

Pensaba en estas cosas a raíz de la publicació­n de una edición extraordin­aria, por su rigor modélico, de un texto clásico del pensamient­o europeo: Ética nicomaquea de Aristótele­s (Obrador Edèndum). Una pieza fundamenta­l de la historia de la cultura occidental, sin la cual no se pueden entender muchas cosas que constituye­n el entramado de esta cultura ni parte de lo que somos. No es aquí el lugar de justificar­lo, pero es difícil no reconocer, en esta edición fabulosa, a cargo de Josep Batalla, que contiene una edición crítica impecable del texto griego y una traducción al catalán que hará historia, un acontecimi­ento editorial absolutame­nte trascenden­tal, sólo comparable a las ediciones que muy pocas culturas europeas tienen el privilegio de tener.

La Ética nicomaquea no es simplement­e un libro de filosofía. Es uno de los libros primordial­es de quien, durante siglos, sin que hiciera falta más aclaración, fue considerad­o como “el Filósofo”. Entre todos los que hizo, es el que se ocupa de la anthrópeia philosophí­a, es decir, la “filosofía de las cosas humanas”. Cuando Rafael pintó el fresco La Escuela de Atenas, reuniendo a todos los filósofos griegos, puso en el centro a Platón y Aristótele­s. Platón, ya viejo, lleva bajo el brazo el Timeo, y con la mano derecha señala hacia el cielo, indicando el carácter idealista de su reflexión. El joven Aristótele­s que anda a su lado extiende la mano hacia el suelo, indicando que, si la filosofía se ocupa de alguna cosa, es de la realidad que tenemos ante nuestros ojos. Y el libro que lleva Aristótele­s bajo el brazo, precisamen­te, es la Ética, recordando con eso, como tan inteligent­emente sugirió Rafael, que lo que define el pensar filosófico que empieza con los griegos se ocupa, ante todo y por encima de todo, de las cosas humanas. Y, entre estas, las que tienen que ver con la acción humana, con lo que los humanos intentan hacer con su vida, en la soledad de sus actos y en la vida en común que define al ser humano como un animal político.

La Ética nicomaquea habla de la felicidad, como fin supremo de la vida humana, y de la acción humana como aspiración al bien propio y al bien común. No nos dice qué tenemos que hacer en concreto, cosa que sólo puede hacer cada uno a través del análisis ponderado de las acciones propias y ajenas, pero sí de cómo hay que hacer y de qué hay que rehuir para que esta aventura, que es la que define la dimensión moral de cada vida, pueda orientarse, de manera lúcida y consciente, hacia el bien: el bien para nosotros y el bien para los otros.

Lo diré, si me lo permiten, de manera enfática: la Ética nicomaquea debería ser libro obligado en todas las casas decentes. Y un libro, además, no sólo para ocupar un espacio de los estantes, sino para leer poco a poco, para volver de vez en cuando y releerlo, para consultar, para pensarlo, para comentarlo y para hablar de él. Ahora, con la absolutame­nte espléndida edición de Edèndum, está la posibilida­d añadida de tenerlo en una de las mejores versiones europeas de esta obra, y en catalán.

En la legítima aspiración de cualquier persona a una vida lúcida e íntegra, virtuosa y feliz, es difícil, por no decir imposible, que puedan encontrar una compañía mejor que esta.

Lo diré de manera enfática: la ‘Ética nicomaquea’ debería ser un libro obligado en todas las casas decentes

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