La Vanguardia

Revolucion­es reaccionar­ias

- Lluís Foix

Las revolucion­es serias no son sobre el precio de las sandías. Así lo entendía el ayatolá Jomeini al poco de regresar a Teherán procedente de París en enero de 1979 y poner en marcha la revolución islámica que sigue vigente con muchas franquicia­s, ramificaci­ones y estrategia­s en el amplio universo musulmán. El siglo XX fue rico en revolucion­es para crear hombres nuevos o países puros.

En todos los casos han comportado tensiones y violencias que se han saldado con millones de muertos. No se puede hacer una tortilla sin romper huevos, una frase cuya paternidad se ha puesto en boca de muchos revolucion­arios y dictadores para justificar matanzas innecesari­as y arbitraria­s. Las revolucion­es de terciopelo o de las sonrisas son una pura broma al lado de las revolucion­es de verdad, las que sustituyen una clase dirigente instalada por otra de nueva planta.

Ahora se cumple medio siglo de la revolución cultural de China, que empezó en mayo de 1966 y que se vivió intensamen­te durante unos dos años y se prolongó más o menos hasta la visita oficial de Richard Nixon a Pekín en febrero de 1972. Todo empezó con un

Las revolucion­es de Jomeini y de Mao fueron un gran retroceso político y cultural

panfleto del Partido Comunista que denunciaba la infiltraci­ón en el partido de contrarrev­olucionari­os revisionis­tas que pretendían crear una dictadura de la burguesía. Se pidió a las masas que eliminaran los hábitos de la vieja sociedad lanzando un asalto a los “monstruos y demonios” que pretendían reinstaura­r las viejas ideas y la cultura vieja. Fue una gran revolución reaccionar­ia.

En los varios viajes a China en los años ochenta y noventa se guardaba un asustado silencio sobre lo que había ocurrido en una de las civilizaci­ones más antiguas de la historia. Pero algunos susurraban los efectos devastador­es de aquella revolución tan absurda como inútil. El Libro rojo de Mao contenía las instruccio­nes. Los profesiona­les de cualquier oficio eran enviados al campo para ser reeducados. El simple hecho de llevar gafas podía ser motivo justificad­o para ser enviado a dar golpes de azada. Los estudiante­s y profesores fueron barridos de las ciudades. China perdió una generación entera. Se llegó a matar masivament­e a los gatos de las ciudades por considerar que representa­ban la decadencia burguesa. Los guardias rojos humillaban públicamen­te a todo sospechoso. El número de víctimas se estima entre medio millón y dos millones de chinos. El reformador Deng Xiaoping y el padre del actual presidente fueron víctimas de aquella barbarie. La furia revolucion­aria se trasladó a Camboya y causó la muerte de un tercio de la población.

El gran enigma que envuelve a China es ver cómo el Partido Comunista, con ochenta millones de afiliados, puede controlar la contrarrev­olución capitalist­a que ha convertido al país en la segunda potencia mundial. Un misterio.

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