El placer más efímero

El fútbol da grandes satisfacciones, lo malo es que duran poco. Lo mágico de este deporte es que la depresión de una derrota queda compensada por la victoria siguiente. Un mal día de nuestro equipo resulta un disgusto difícil de asumir y una jornada brillante nos deja una sensación de máxima felicidad. Pero afortunadamente las sensaciones duran poco: como en casi todos los placeres, las emociones son efímeras. Un día el club de nuestros amores levanta una copa y, sin tiempo a recrearnos, a las veinticuatro horas estamos preguntando a quién fichará el presidente para el curso siguiente. El fútbol transita a gran velocidad entre el éxtasis y la indiferencia. Una tarde, el personal sale con sus banderas a aplaudir a sus héroes que desfilan en la rúa y, cuando el autobús de las estrellas ha pasado, desaparece la euforia y pensamos en la próxima temporada. O en el siguiente torneo. John Carlin, el periodista que mejor conoce la esencia del deporte, dice que el fútbol es un salto continuo de la euforia más exultante a la normalidad más irrelevante, “es la diferencia entre una noche carnal con un extraño y una boda basada en el amor”.

Puede que el fútbol sólo sea una regresión inconsciente, un retorno a la infancia. Seguimos pegados a un álbum de cromos que nunca termina y a unos éxitos que son nuevos pero que nos remiten a triunfos anteriores. Hoy el Barça se juega una Liga en la jornada final. En días pasados hemos recordado los títulos conseguidos por el equipo en el último instante, mientras el Madrid caía por dos veces ante el Tenerife. Pero tampoco podemos olvidar el gol de penalti de Fermín logrado por un Córdoba descendido a Segunda. A las cinco de la tarde, el país se paralizará ante el televisor para ver un Granada-Barça como si se tratara de lo más importante de la vida. Y sólo es un partido de fútbol. Aunque, para ser sinceros, quizás hemos de reconocer que sea lo más relevante durante 90 minutos de nuestra existencia.