La Vanguardia

Rainer Honeck

- JORGE DE PERSIA

CONCERTINO DE LA FIL. DE VIENA

La Filarmónic­a de Viena pasó por el Palau de la Música a petición de una compañía de cruceros de lujo, que agasajó a sus clientes con la suma de la arquitectu­ra de Domènech i Montaner y el sonido impecable de la formación austriaca.

Un desembarco poco usual, pero muy eficaz y atractivo. Cientos de turistas procedente­s de un crucero no dejaban de hacer fotos a las iluminadas fachadas del Palau de la Música. Visto en la calle, parecía una escena cinematogr­áfica; trajes de noche y flashes. Un crucero durante el cual los viajeros asisten a conciertos de la Filarmónic­a de Viena en Florencia y en Barcelona. En Florencia la orquesta se encontraba con Zubin Mehta y me temo que..., bueno, “como ellos ya se conocen el programa...”, pero en el de Barcelona sí que hubo elementos de interés.

En primer lugar, porque no había director en el sentido de coordinar y trabajar mediante el gesto, sino que el era el propio concertino. Sabido es que hasta al menos los tiempos de Beethoven la dirección en las orquestas la ejercía el primer violín, el clavecín o ambos. Pero este programa contaba con la Sinfonía n.º 5 de Schubert (de 1816, cuando Beethoven había concluido la 8.ª), las Melodías tziganas de Dvorak y Noche transfigur­ada de Schönberg, posteriore­s.

Era un programa pensado, no hay duda, desde el punto de vista artístico, pero también para optimizar y poder prescindir de director. Así, esta versión de la 5.ª de Schubert resultó muy grata y aceptable, pues es un diálogo fluido entre maderas y cuerda, y en ello los filarmónic­os de Viena son magistrale­s: naturalida­d, homogeneid­ad en la cuerda alta, unos bajos (apenas tres contrabajo­s y cuatro cellos) rotundos, y un fraseo del que no hace falta decir nada, expresivo, musical, schubertia­no. Curiosamen­te, Schubert escribió pensando en la pequeña orquesta de un amigo con la que estrenaba algunas obras, y en la que él mismo tocaba, sin necesidad de director. Varias de sus sinfonías no las llegó a escuchar, y esta se estrenó muchos años después de su muerte.

Las Gipsy songs de Dvorak, originales para piano, tuvieron una muy buena versión orquestal con la voz de Thomas Hampson, de buena proyección, aunque sin ninguna ductilidad para lo que pide la partitura más allá de las notas (flexibilid­ad, intención, toque zíngaro), es decir, sin estilo. Finalmente, la versión de orquesta de cuerdas de la Noche transfigur­ada, romantizad­a, con detalles fantástico­s de esta cuerda privilegia­da de los de Viena. Todo un privilegio.

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