El imparable trumpismo
Henri Queuille (1884-1970) fue un personaje fascinante. Dirigente del Partido Radical Socialista francés, fue 21 veces ministro y presidente del Consejo de ministros durante la III y la VI República. Bajo sus mandatos, Francia se sumó a la OTAN y culminó la nacionalización de los ferrocarriles. Pero si por algo es conocido, y citado de forma recurrente, es por sus afilados –y sumamente cínicos– aforismos políticos. “No hay ningún problema que una falta de solución no termine por resolver”, reza uno de los más famosos. Pero quizá el más procaz, retomado por el mismísimo Jacques Chirac, sea éste: “Las promesas sólo comprometen a quienes las escuchan”. A quienes quieren creerlas...
Pocas sentencias describen con tanta desvergüenza –por muy teñida de ironía que esté– una de las prácticas más extendidas en la política, particularmente acusada en tiempos de campañas electorales.
A base de promesas altisonantes e inverosímiles, el multimillonario Donald Trump –a quien el establishment miraba al principio con desprecio, antes de pasar a la incredulidad y el pánico– se ha abierto paso cual el Séptimo de Caballería en la carrera electoral a la Casa Blanca y ha dejado en la cuneta a todos sus rivales. De forma que el Partido Republicano, el Grand Old Party (GOP) se ha visto forzado a aceptar la nominación de un parvenu como su candidato a presidente de Estados Unidos en las elecciones del próximo noviembre.
Casi nadie vio venir el huracán. Todo el mundo miraba al magnate neoyorquino –un portento de mal gusto y simpleza intelectual cuya gran baza era ser superrico, además de protagonista de un exitoso reality show– con indisimulada condescendencia. Los responsables de The Huffington Post llegaron incluso a negarse a publicar las informaciones sobre Trump en la sección de Política por considerar que eran más propias de la rúbrica de Espectáculos. Y el columnista de The Washington Post Dana Milbank, que también lo infra- valoró, cumplió ayer su promesa de comerse materialmente sus palabras –en letra impresa– si Trump ganaba la nominación. Lo hizo, eso sí, con una cuidada puesta en escena y la ayuda del prestigioso chef del restaurante Del Campo, Víctor Albisu, quien condimentó la columna en varios platos de resonancias mexicanas, chinas y árabes. Lo peor, ironizó Dana Milbank, fue regar la comida con los vinos del propio Trump...La prensa norteamericana ha sido enormemente autocrítica por entender que si The Donald –como así se presenta– ha acabado triunfando se debe a que los periodistas han fallado a la hora de desmontar las insuficiencias, contradicciones y falsedades de su discurso.
Pero cabe preguntarse si una actitud más diligente y crítica de los medios de comunicación –a fin de cuentas, percibidos como parte del establishment– hubiera podido realmente frenar el fenómeno. Hay quien opina que no, como el politólogo Norm Ornestein, para quien el trumpismo –como ya se le llama en EE.UU.– da respuesta a una corriente de fondo que se ha ido instalando en el país desde los tiempos de Newt Gingrich y Ronald Reagan y que va más allá del propio Trump. “Trump puede decir cualquier cosa, y las organizaciones verificadoras (fact-check) que muestran sus falsedades son ridiculizadas y atacadas por quienes le apoyan”, escribió en The Atlantic. Como hablar a una pared.
Demagogo y populista, Donald Trump dice a la gente –a su gente– lo que quiere oir: que expulsará a los 11 millones de inmigrantes irregulares que hay en el país, que cerrará las fronteras con muros para que no entre ni un mexicano más, ni tampoco ningún musulmán potencialmente terrorista, que tomará medidas proteccionistas para defender la industria norteamericana de la agresiva competencia china y que eximirá de impuestos a las clases más bajas mientras garantiza la seguridad social. El promotor inmobiliario, que vive en lo alto de la imponente Trump Tower de Manhattan rodeado de mármoles y molduras doradas y tiene una fortuna personal estimada por Forbes en 4.500 millones de dólares, se erige en el defensor de los obreros norteamericanos, abandonados y empobrecidos, frente a los tiburones de Wall Street y la casta política de Washington... Le creerán o no –¿hace falta creerle para tener ganas de dar una patada en la colmena?–, pero ese es su público, ese es su éxito. “El trumpismo es la expresión de la ira legítima que sienten muchos americanos por el camino que ha tomado el país”, escribía el profesor Charles Murray en The Wall Street Journal. Esos americanos son básicamente hombres blancos pertenecientes a la clase trabajadora, depauperados por la crisis y el aumento de las desigualdades, acosados por el paro y la degradación de las condiciones de vida en sus barrios, que observan con algo más que suspicacia la competencia laboral de los inmigrantes extranjeros y ven horrorizados cómo sus fábricas son cerradas y deslocalizadas en Asia. Que añoran los buenos viejos tiempos y sienten que los principios fundadores de EE.UU. han sido traicionados. “La verdad esencial del trumpismo como fenómeno es que el conjunto de la clase trabajadora americana tiene razones para estar enfadada con la clase gobernante”, dice Murray.
Una clase trabajadora, dicho sea de paso, cada vez más amplia, puesto que la vasta clase media –la auténtica columna vertebral del país– no para de recular: hoy la renta familiar de la middle class, que en los años setenta representaba el 62% del total, ya sólo supone el 43%...
El tsunami Trump está en marcha y habrá que ver si alguien es capaz de detenerlo en las elecciones de noviembre. Si las primarias del Partido Demócrata han enseñado algo, con la inesperada resistencia del izquierdista Bernie Sanders –otro anticasta– frente a Hillary Clinton, es que el descontento no conoce fronteras.
Un columnista de ‘The Washington Post’ se come materialmente sus palabras por infravalorar a Trump