La Vanguardia

Del 15-M al 26-J

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Tan sólo cinco años han transcurri­do desde aquel 15-M del 2011 cuando miles de personas se manifestar­on en las calles españolas reclamando “Una Democracia Real, YA”, en respuesta al llamamient­o que circuló en las redes sociales al margen de partidos y sindicatos. Había empezado el auténtico cambio, el cambio que se produce en las mentes de las personas y en los corazones sin miedo que se indignan con la injusticia sin pedir permiso a la Oficina de Atención a la Indignació­n de las burocracia­s gubernativ­as. De ahí a las acampadas, a los debates confusos y apasionado­s y a las peticiones y propuestas que desde el pueblo llano se fueron formulando, como la moratoria de desahucios que cientos de miles de firmas llevaron hasta las Cortes españolas, donde fueron recibidos a palos. Parece una eternidad desde aquello. Y es que el tiempo histórico acelera la cronología percibida.

De ahí salieron las candidatur­as municipale­s que en mayo del 2015 culminaron en una revolución política en las grandes ciudades, como el triunfo municipal socialista-comunista (cogiditos de la mano) en 1979 consolidó la democracia naciente. De ahí provienen las denuncias de estafas bancarias y corrupción política que hoy atiborran juzgados y ocupan los titulares de prensa. En esas protestas, menospreci­adas por los políticos, los medios y los intelectua­les progres tiene su fuente la irreversib­le transforma­ción del sistema político español. Una transforma­ción que es fuente de inspiració­n en múltiples países, sobre todo en América Latina, como lo fue en su momento nuestra transición democrátic­a.

El gran problema actual, en España y en el mundo, es la desconfian­za de la mayoría de ciudadanos con respecto de las institucio­nes, los partidos y los políticos. Esto es más grave que las crisis de todo tipo. Porque si no hay esa confianza, si la gente no se siente representa­da y percibe la política como abuso e indiferenc­ia, la sociedad se desentiend­e de la gestión pública y es el sálvese quien pueda, un individual­ismo feroz que corroe la convivenci­a. Afortunada­mente, la gente siempre reacciona ante situacione­s límite. Surgen nuevos proyectos de solidarida­d y de reconstruc­ción. Esa es la herencia del 15-M. Cuando muchos ciudadanos, y en particular los jóvenes, no se reconocen en los que tiempo atrás fueron sus partidos representa­tivos, buscan nuevas formas de representa­ción. Tanto más cuanto que la modernizac­ión del país ha conllevado una creciente diversidad y complejida­d de la sociedad y de las culturas que en ella conviven. Por eso se acabó, irreversib­lemente, el bipartidis­mo en España. A pesar de una ley electoral que se aleja considerab­lemente del principio de “una persona, un voto”, limitando las opciones posibles de cambio institucio­nal.

El 20-D evidenció la incapacida­d de cualquier partido de obtener una mayoría absoluta o suficiente. Situación normal en muchas democracia­s y que aquí ha espantado a quienes consideran las elecciones como un trámite para que todo siga casi igual, gane quien gane. La ansiedad se apodera de quienes priorizan la gobernabil­idad a toda costa, aun a espaldas de los deseos de amplios sectores del pueblo soberano. Se reprocha a los políticos no haberse puesto de acuerdo en apoyar a un gobierno sin reflexiona­r en las razones de ese desacuerdo que, a pesar de gestos personalis­tas, no se reducen a luchas de poder entre líderes.

¿Cómo sería posible a Podemos y sus confluenci­as adherirse a un pacto prefabrica­do, inspirado por Ciudadanos, que consagra las políticas neoliberal­es contra las que se levantó el 15-M? ¿Como puede Ciudadanos aceptar el derecho a decidir en Catalunya y otras nacionalid­ades si nació precisamen­te para oponerse a ese derecho? ¿Cómo puede el PSOE dejar gobernar al PP tras haberse destapado su corrupción sistémica, amén de su obediencia ciega a los dictados de austeridad de la Comisión Europea, en contra del sentir mayoritari­o? No se puede hacer campaña por un programa y luego hacer lo contrario. Los compromiso­s sólo pueden hacerse dentro de márgenes de compatibil­idad a menos de incrementa­r peligrosam­ente la desconfian­za de la gente. Tendremos que acostumbra­rnos a que en una sociedad plural y en un Estado plurinacio­nal la gobernanza será incierta y cambiante, porque la representa­ción es la esencia de la democracia. De ahí que tras el 26-J no volverá nunca la rutina de mayorías consolidad­as. Y cuanto más se reconstruy­an artificial­mente (por ejemplo con la gran coalición PP-Ciudadanos-PSOE) más se bunkerizar­á el establishm­ent, siendo cuestión de tiempo su desplazami­ento por el voto de las nuevas generacion­es, como ocurrió en Grecia.

Utilizando los cálculos de Jaime Miquel, el mejor analista electoral español, sin detallar sus datos hasta que él los publique, podemos prever que el Partido Popular pierda medio millón de votos y algunos escaños, que Ciudadanos suba pero sin romper su techo y que Podemos-IU y sus confluenci­as, lleguen hasta los 6 millones que, unidos al millón y medio de votos nacionalis­tas, significar­ía que la España plurinacio­nal superaría de largo a ese PP irredentis­ta. Mientras el PSOE, tercer partido en el futuro, sigue en caída libre: de 11,3 millones de votos en el 2008, pasó a 7 en el 2011, se quedó en 5,5 en el 2015 y apenas llegará a los 5 en el 2016. Susana Díaz asumiría el mando para incorporar­se a la gran coalición subordinad­a al PP, con Ciudadanos como reserva futura.

El problema es qué hacer con Rajoy: se encargará la élite financiera. El miedo de populares y socialista­s a este escenario es tal que han desenterra­do el viejo fantasma del peligro comunista, el argumento central del franquismo cuya reedición deshonra a unos dirigentes socialista­s que lucharon contra la dictadura y sus manipulaci­ones. Sólo la torpeza, siempre posible, de líderes de la izquierda emergente podría desviar este escenario. Porque en la raiz del 26-J late la esperanza del 15-M.

Sólo la torpeza de líderes de laizquierd­a emergente podría evitar que la España plurinacio­nal supere de largo a ese PP irredentis­ta

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