Londres tikka masala
La ironía es deliciosa: la inmigración es desde hace años uno de los temas centrales del debate político británico, probablemente el que puede empujar más gente a votar contra la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea en el referéndum del mes de junio. Sin embargo, mira por donde, la semana pasada Londres eligió como nuevo alcalde a un musulmán, hijo de inmigrantes pakistaníes, criado en un barrio modesto con tensiones raciales.
Sobre el papel parecía algo tan difícil como que Estados Unidos llegara a tener un presidente negro. ¿No se supone que Londres es una de las ciudades más clasistas del mundo? Pero a la hora de la verdad fue igual de fácil. Sadiq Khan se presentó y ganó, y ahora la que sigue siendo a muchos efectos capital cultural y financiera del mundo anglosajón ya no tiene como alcalde a un inglés educado en Eton y Oxford como Boris Johnson, encarnación algo pintoresca de la clase dirigente tradicional del país, sino a un hijo de inmigrantes educado en un colegio público.
Curiosamente, la prensa británica ha dado menos importancia que la de aquí al origen pakistaní y a la religión musulmana del nuevo alcalde. Nadie se ha rasgado las vestiduras. Se le considera una figura emergente dentro del laborismo, uno de los políticos que un día no muy lejano pueden tomar el relevo de la generación actual. Hace años que es diputado. Fue secretario de Estado. Que sea musulmán se ve como un antídoto contra políticas identitarias, como un signo de normalización de la vida pública. Pero sin darle más importancia. No quiero ni pensar lo que habrían dicho Houellebecq y compañía si esto hubiera ocurrido en París. Pero Londres no es París. Londres no tiene necesidad de defender celosamente el laicismo porque no es religioso para nada. En Londres, la religión es siempre algo privado, no público, y la mayoría de los londinenses no practica ninguna (ni siquiera la del laicismo).
Los que más insistieron en la raza y la religión de Khan fueron los conservadores, y lo han pagado con la derrota. Cameron insinuó que Khan, que antes de dedicarse a la política era un abogado especializado en derechos humanos, tenía vínculos con grupos islámicos radicales. Su contrincante, Zac Goldsmith, llegó a tildarlo de criptoextremista islámico. Pero todo esto sólo sirvió para que la gente viera a Goldsmith como un intolerante anclado en el pasado y a Khan como un representante razonable de la variedad racial y cultural de Londres, de la que muchos londinenses se sienten orgullosos.
Estos intentos de demonizar a Sadiq Khan por su origen y su religión me han recordado una conversación de la que fui testigo hace años, en Londres, entre dos hombres de unos sesenta años, ambos blancos y de buena posición. Uno de ellos insinuó un par de veces su antipatía por los inmigrantes. El otro, viéndolo venir le preguntó, con una sonrisa alentadora: “¿Hay algún grupo de gente que detestes especialmente?”. “¡Sí, los musulmanes!”, se retrató el primero, con los ojos chispeantes de satisfacción, encantado de poderse sincerar. “Yo detesto a los seguidores del Arsenal”, contestó el otro, con el mismo entusiasmo, poniéndole en evidencia con una amable ironía.
Para muchos ciudadanos, la victoria de Khan no ha sido ninguna sorpresa. Lo ven como una victoria del laborismo, comprensible después de ocho años de tener un alcalde conservador. Nada más. Se lo han tomado con la misma naturalidad con la que aceptan que hoy el plato nacional es el pollo tikka masala, un pollo asado con salsa de yogur, tomate y especias que no sólo es el guiso más popular de las islas británicas sino que hay quien dice que no fue importado de India sino inventado en un restaurante indio de Glasgow.
Sin proponérselo, Sadiq Khan se ha erigido en símbolo de una sociedad diversa racialmente e inclusiva socialmente, en una ilustración de la capacidad de Londres para absorber las influencias externas. Pero no ha ganado por eso sino porque ha prometido promover la construcción de viviendas baratas y congelar el precio del transporte, demostrando que sintoniza con las preocupaciones de los londinenses. Seguramente no será ningún escudo contra el terrorismo islámico, que ya golpeó la ciudad en el 2005, pero sí la encarnación de un mensaje de tolerancia y de capacidad de integración que desarmará a todos los que intenten sembrar el odio religioso.
En realidad, si se mira bien, no hay ninguna contradicción entre su elección y el hecho de que la inmigración sea uno de los temas más controvertidos en el debate público. Una cosa va con la otra. Sin la diversidad racial de la sociedad británica actual sería muy difícil que un hijo de inmigrantes pakistaníes hubiera llegado a ser alcalde de Londres.
Pero, a la vez, sin esa diversidad no habría una parte de la población que se sintiera amenazada por la inmigración, como ahora. Por suerte, son una minoría, y Sadiq Khan es la prueba.
Sin la diversidad racial actual de los británicos sería difícil que un hijo de inmigrantes pakistaníes hubiera llegado a ser alcalde